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lunes, 12 de octubre de 2015

Opinión. A propósito de El Factor Humanos, de John Carlin


Los enanos morales

Por Juan Carlos Lozano (*)
Parte de los grandes desafíos que plantea el complejo período de postguerra en Colombia, estriba en que debemos hacer este tránsito con la misma clase política que nos ha gobernado durante 200 años de vida republicana. En uno de los recientes regalos que recibí de mi esposa por motivo de haber alcanzado otra vuelta al calendario, se encuentra un bello libro titulado El factor humano del autor inglés John Carlin.

Dicho texto aborda la Sudáfrica de Mandela en tiempos donde soplaban aires de guerra civil. Leer sobre la figura de Mandela es como estar en un oasis en medio del desierto vengativo y guerrista al que quieren someternos algunos. Por desgracia, en nuestro país como en la Sudáfrica de Mandela, existen quienes se oponen al silencio de los fúsiles y al uso del debate como herramienta política. Estamos asediados de un propósito de venganza personal enmascarado en razones que después de leer entre líneas, se logra separar la venganza de la justicia.


Nuestros opositores se frotan las manos ante la posibilidad de ver fracasar cualquier asomo de postguerra. Lo condenable, además, de la desconexión con la ética, tiene que ver precisamente con aquellos que han patrocinado la guerra y sus efectos: muerte, víctimas, desplazamientos, pobreza, exclusión, entre otros, y hoy se presenten reclamando justicia y encarnando la moral del país. Aquellos que estando al mando del Estado, recurrieron a reformas constitucionales cuyo único beneficiado era su patrocinador, quien a la fecha acumula investigaciones en un número considerable, sea precisamente el sujeto político más perseguido por los medios masivos de información quienes comunican hasta los suspiros emitidos por el personaje. Esto último resulta llamativo, pues en nuestro país gobierna la derecha y la oposición la hace la extrema derecha.

Nuestra clase política, aquella que cambia de partido político como cambiar de pantalón, esa misma que pedía examen médico para el Vicepresidente de la República de la época y que hoy lo apoya en su aspiración política de retornar al poder, esa misma clase política apoya a quien a pesar de las deficiencias físicas producto de una isquemia cerebral y quien pregona la exótica tesis que un mandatario es una especie de cabeza pensante que no requiere del cuerpo para gobernar. Esa misma clase política que apoya aquellos que hacen cursos de fin de semana en el exterior y posan de expertos entre sus coterráneos, o que tal los llamados independientes que terminan gracias a los dictámenes de las encuestas, haciendo pactos con el diablo si es necesario para hacerse con el poder. Esa, precisamente esa clase política que se apodera de los recursos del Estado, que gasta a mano llena en campañas políticas, aquella que cada cuatro años promete solucionar los mismos problemas que sus antecesores, tiene la pesada responsabilidad de dar el giro a un país que convive con el conflicto armado interno a un país que conviva con el conflicto político en democracia.

Ante la real posibilidad de dar vuelta a la página de guerra, nuestra clase dirigente le ha faltado grandeza. Presos del odio por motivos personales, enmascaran sus pretensiones en peticiones que hacen inviable cualquier tipo de negociación, llegando al límite de mentir porque saben que de las mentiras algo queda. De fondo, terminar la guerra es sepultar un discurso que en materia política ha dado muchos éxitos electores, de paso, se jubila al jefe de debate de muchos guerristas de sofá: las Farc. Somos pues en buena forma, una nación que siente afecto hacía los discursos de mano dura, donde es mejor la cárcel que la educación.

La Sudáfrica de Mandela es un ejemplo de la grandeza de una clase dirigente. Mandela entendió que pese a la mayoría blanca el problema no eran los blancos, por el contrario, se centró en buscar acercarse al enemigo. La rendición del enemigo por bajas no haría perder el valioso episodio de un fin de la guerra donde prime la razón, donde la posibilidad de entendernos con el otro sea posible, además, de poder alcanzar en la práctica un arreglo parcial que cese el baño de sangre, donde podamos decir que hemos ubicado la manera de sumar al otro en lugar de excluirlo, donde el espectro político se ensanche y perdamos el miedo a otras propuestas, donde la muerte no sea el pago para el que piensa distinto.

La democracia no es una pócima mágica que a manera de antibiótico sane el cuerpo del Estado. Estamos acostumbrados a ponernos de lado del superior moral donde están los buenos, sin embargo, no estamos en capacidad de entender los reclamos del otro, del distinto, del que clama por un espacio político donde plantear su idea de país. Siempre será mejor que aquellos que desean dar un giro a la realidad terminen perseguidos por aquellos que viven del statu quo cuando en democracia se supone, se ventilan las propuestas en la esfera pública para que sea el ciudadano quien escoja y no los numerosos expertos que saben que es lo mejor para Colombia.

Para cerrar, admito que durante la lectura del texto de Carlin por momentos imaginaba a Álvaro Uribe Vélez preso 27 años como Mandela y retornando para gobernar ¿Qué tal?


(*) Abogado caleño, magister en filosofía de la Universidad del Valle. 

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