Los
diálogos de La Habana y el posconflicto
Estamos
frente a una de las posibilidades más reales en muchos años de poder superar el
conflicto armado en nuestro país. Tanto el Gobierno como las Farc-EP han hecho
gestos de querer superar la guerra. Urge aclarar el alcance del diálogo y
abordar iniciativas para el posconflicto. No se trata de soñar despiertos, se
trata de pensar un país diferente del que nos tocó. No es fácil, pero tampoco
imposible.
Por
Juan Carlos Lozano (*)
La negociación política es vista de
manera negativa por muchos, gracias a la fallida negociación del expresidente
Andrés Pastrana Arango. Sin lugar a
dudas, nadie se baña dos veces en el mismo río.
Nuestro país ha cambiado desde aquella negociación del Gobierno y las
Farc en San Vicente del Caguán, las reformas legislativas así lo indican: Ley
1448 de 2011 o Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras; la reforma
constitucional conocida como Marco Jurídico para la Paz, que pretende
establecer “instrumentos jurídicos de justicia transicional en el marco del
Artículo 22 de la Constitución Política”[1], dan
muestra de voluntad de paz.
Colombia tiene casi 50 años de
confrontación, siendo el gobierno Uribe Vélez aquel que recrudeció y desdibujó
la realidad nacional al imponernos a todos una visión alterna de la realidad
del país, al introducirlo en la corriente norteamericana del señor Bush Jr. y
su lucha contra el terrorismo donde quiera que éste se encuentre; simpatizamos
(Gobierno Uribe) en aquellos días con la doctrina peligrosa de la guerra
preventiva. Pasó el tiempo y llegamos a
un gobierno igual, pero con cara más amable. Ya pasaron los días del fin del
mundo de la cosmovisión uribista, los gritos y las ofensas quedaron atrás. La
salida política vuelve a tener espacio en la propuesta del Ejecutivo. La crítica recurrente que advierte la falta de
voluntad política para llevar a cabo una negociación seria fue parcialmente
superada por los diálogos exploratorios del Gobierno Santos que comenzaron
bien, en privado con delegados de ambas partes fuera del país, algo que resulta
vital dado el experimento fallido de las zonas de distensión, primero el Caguán
y luego Santa Fe de Ralito. La agenda es
clara a pesar de que siguen las confrontaciones. Por tanto, cinco son los puntos a discutir:
1. Política de
desarrollo rural: punto trascendental en la agenda. Esta política debería
ser entendida como la democratización del acceso a la tierra, formalización de
propiedad, además de llevar desarrollo a regiones inhóspitas sumidas en la
miseria.
2. Participación política: es uno de los
temas de mayor importancia y complejidad.
Estos diálogos son posibles por el reconocimiento del otro como
interlocutor válido. Sin embargo, el antecedente es negativo. En el año 1984, en la Uribe, Meta, se acuerda
la búsqueda de una salida política al conflicto. De esta manera nace la Unión
Patriótica, movimiento político que entre la década de los años 80 y 90 fue
exterminada por la extrema derecha. Las
corrientes políticas distintas deben poder presentar a la sociedad su ideario
en busca de cautivar al electorado con argumentos de razón pública, para lo
cual deberán tener una protección seria del Estado colombiano.
3. Fin del conflicto: es el puerto adonde deberán llegar los diálogos si
salen como se espera. En este intento de Santos el cese debería tener cabida,
con metas claves: el cese al fuego y hostilidades bilaterales será definitivo
como preámbulo a una entrega de las armas que permita la dejación de las mismas
y la reincorporación de las Farc a la vida civil. Para posteriormente analizar
la situación de guerrilleros presos, y por último, el compromiso del Estado de
brindar protección a estos guerrilleros que se reincorporan a la vida civil.
4. Drogas ilícitas: o combustible del conflicto a lo largo de todo este
tiempo. El narcotráfico es el gran bebedero donde convergen todo tipo de
actores armados: Farc, paramilitares y delincuencia común, además de los
conocidos narcos, cuyos capos reciben de los medios de comunicación el
tratamiento diferencial de “don”. Ante
este cáncer (la droga) que devora el país, es poco lo que se puede hacer.
Mientras no se legalicen a nivel global, las drogas seguirán galopando como un
jinete más del apocalipsis. Para efectos
prácticos de esta negociación, se plantean la sustitución con planes integrales
de desarrollo y la urgente recuperación ambiental de zonas afectadas por el
narcotráfico. Igualmente, se deben
implementar programas de prevención y consumo, además de pactar con las Farc su
renuncia irrevocable a la producción y comercialización de narcóticos, lo cual
está dentro de los temas a negociar.
5. Las víctimas:
son la piedra angular de todo el proceso.
Son el tema más importante si de verdad se busca la solución de nuestros
lastres. La verdad, justicia y
reparación es vital, así como la no repetición. En los registros del Gobierno
actualmente figuran inscritos unos 2.000 colombianos como víctimas de la guerrilla; entre
otros delitos de las Farc, la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía documentó
ya 135 casos de violencia sexual. Los diálogos son un compromiso del país, si
se firma el fin del conflicto con las guerrillas, el éxito de la reinserción de
estos combatientes dependerá de todos, de allí que sea importante que los
negociadores del Gobierno representen a diversos sectores de la vida nacional.
Sin el compromiso del sector privado la reinserción a la vida civil se verá en
dificultades para lograr el desarrollo de estas personas. La discusión está
abierta. De igual forma, es urgente
abordar el alcance de los diálogos. Para ello veamos brevemente el siguiente
análisis.
Los
diálogos y su alcance
He llamado
diálogos al proceso de La Habana, porque eso creo que es. Se ha dado un importante paso en el camino
hacia la finalización del conflicto con las Farc. Al dialogar se reconoce en la
insurgencia a un interlocutor válido. No es de poca monta este reconocimiento.
Recordemos que durante el gobierno Uribe Colombia se inscribió en la corriente
de George Bush Jr. y su estrategia antiterrorista de guerra preventiva. Ahora Santos, en una decisión crucial para el
inicio de los diálogos, reconoce el conflicto, lo que abre la puerta para la
discusión en torno a factores determinantes del mismo.
Respecto de los
diálogos, considero urgente tratar el tema del uso del lenguaje. Este debe ser
tratado con suma delicadeza. Me explico: no creo que debamos llamar diálogos de
paz a los diálogos de La Habana. La paz
como plataforma es construida por el colectivo, por la ciudadanía, por débil
que ésta sea; los combatientes pactan acuerdos para abandonar el conflicto, no
para hacer la paz. En últimas, la paz
debe ir más allá de la ausencia de la guerra. Sin embargo, el fin de la
confrontación es un paso importante que sin dudas tendrá un efecto reparador en
la confianza perdida por muchos. Para luego empezar a recorrer el difícil
camino del posconflicto.
En este momento
Colombia se dispone a votar para escoger sus legisladores, y de darse el fin
del conflicto con las guerrillas aquí arrancaría el postconflicto. Lo anterior, por la pesada responsabilidad de
un Legislativo que tiene la tarea de sacar adelante el paquete de reformas que
se acuerde con las guerrillas. El posconflicto debería servir para replantear,
entre otros temas, la manera de interactuar con el otro, de respetar y aprender
a respetar la diferencia, es decir, profundizar la democracia aceptando que
otros también deben gozar de libertad, que no existe una visión única de país,
que la fuerza de las ideas debe primar sobre la fuerza de las armas que
lastiman el cuerpo como vehículo de la venganza por ser diferente.
El posconflicto
debería redimensionar la convivencia. Allí está el secreto. En mi opinión, la
paz no tiene su base en la cúspide, la paz es algo más que un papel que se
acuerda y se refrenda. La preocupación gira en este momento en dejar bases
sólidas para el posconflicto. Pero no debemos llamarnos a engaños, este puede
ser el primer estadío de un largo trecho por recorrer (no hay que perder de
vista que las Farc son sólo uno de los actores armados en nuestro país).
Colombia debe cerrar la brecha y garantizar el desarrollo humano que logre
mitigar años de guerra y sangre. En este
momento, el dolor de las víctimas no aparece con fuerza en la mesa de diálogos,
sólo aparece en los estudios de algunos académicos, ONG y la Comisión de Memoria
Histórica, entre otros.
Tampoco aparecen
la niñez involucrada y todos aquellos delitos sexuales cometidos durante años
de confrontación. Pero, sin lugar a
dudas, la paz pasa por el rediseño de la manera como vemos al otro y, desde
luego, como solucionamos nuestros problemas.
Ahora abordemos de
manera breve y pronta el problema de los civiles armados a manera de iniciativa
para el posconflicto.
Armas
y posconflicto
Según Medicina Legal, en el año
2013 en Colombia fueron asesinadas más de 14.000 personas, de las cuales, según
el cálculo, el 90% se debe al uso de armas de fuego. Más concretamente, en
nuestro Valle del Cauca son más de 3.000 los muertos por armas de fuego,
mientras en Cali la cifra llega a los 1.936 muertos. Más allá del debate por la
cifras y la forma en que éstas son presentadas, la vida como valor en una
democracia exige un poco más de reflexión. Habrá que empezar por tomar en serio
eso del “monopolio” de las armas. Este último, en cabeza del Estado, según el
Artículo 223 de la Constitución. Este artículo no debe ser leído en solitario,
no debemos perder de vista que según el Artículo 2 del texto constitucional,
son fines esenciales del Estado, entre otros, asegurar la convivencia pacifica
y la vigencia de un orden justo. Asimismo, la Constitución en su artículo 22
consagra: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.
Resulta contradictorio pensar en
la paz como derecho en una nación armada, más aún cuando el país se encuentra
en una mesa de diálogo con la guerrilla de las Farc, cuando parte de la
negociación se centra en la devolución de las armas de esta guerrilla y haya
tolerancia a la presencia de civiles armados. El monopolio de las armas es un
tema que tiene tanto de ancho como de largo: las armas están rodeadas de muerte
en medio de un negocio macabro. Las mismas son alquiladas en actividades que
tienen por los menos tres efectos: 1) convertir en accesible el negocio de la
muerte a todos aquellos sin dinero para un arma propia, 2) al ser susceptible
de alquiler, el asesino se libra del material probatorio que serviría en la
práctica para judicializarlo y 3) facilita el desplazamiento entre las
ciudades, al no tener que portarlas.
En un país como el nuestro, que
desea una nueva Colombia y dejar atrás el envejecido conflicto armado que
retrasa flagrantemente nuestro desarrollo, es plausible imaginar una Colombia
con un monopolio real de las armas en manos de autoridades competentes. El Estado es quien debe poseer el control
sobre éstas, las altas cifras de muertes violentas dan cuenta de una
problemática social profunda. Estamos acostumbrados en buena medida a resolver
nuestras diferencias por la vía de la fuerza, el cuerpo sigue siendo el
vehículo para manifestar nuestro repudio hacia los demás.
El postconflicto debe servir para
cerrar la brecha de tantos años de guerra, el ser humano como centro del
desarrollo debería contribuir en la reconstrucción del tejido social.
Bienvenida la desmovilización de los actores armados. Sin embargo, no debemos
caer en la trampa del formalismo. Aquí no se trata de hacer acuerdos de papel,
se trata de impactar las vidas de las personas. Es justo ahorrar en
sufrimientos. La vida tiene que volver al lugar que le pertenece, como valor
que es. Urge en este orden de ideas pensar en una ciudadanía distinta. La
superación del lastre de años de guerra debería servir como laboratorio para cambiar
la manera de hacer las cosas, es necesario pensar en una Colombia donde
quepamos todos, donde los debates sean de ideas y no contra las personas, donde
prime el respeto, donde seamos capaces de discutir bajo el sagrado manto de la
diferencia, donde se haga realidad eso de la igualdad sin distingo, pero no
igualdad en poder, no igualdad de tener licencia para vivir armados. El miedo
debe ceder su puesto a las reglas claras para todos, en una Nación armada solo
de una ética ciudadana empotrada sobre el respeto y la tolerancia.
Los diálogos son en la práctica
el retorno a la posibilidad de una salida política negociada que permita la
aplicación del texto constitucional en un ambiente de no confrontación en
muchas zonas del país. Este ejercicio no
promete mares de leche y miel, pero es un gran paso en la reconstrucción de
nuestro tejido social. No es de poca monta que una de las guerrillas más
antiguas del mundo quiera dialogar con el Estado en busca de condiciones que le
aseguren su retorno a la vida civil. Es
posible, y por ello debemos soñar y luchar, un país más justo, donde podamos
expresar nuestras opiniones de manera libre y espontánea, retornar al campo y
poder ejercer el ánimo de señor y dueño sobre la tierra, de poder redistribuir
la riqueza de manera más igualitaria en vez de concentrar la ganancia en unos
cuantos bolsillos. No se trata de soñar
despiertos, se trata de pensar un país diferente del que nos tocó. No es fácil,
pero tampoco imposible.
(*) Abogado de la Universidad Libre,
Seccional Cali, candidato a magister en filosofía de la Universidad del Valle,
consultor en asuntos de seguridad ciudadana.
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