Erosión
democrática
El
reciente informe de Oxfam corrobora que el Estado, en países como el
nuestro, ha sido “secuestrado” por los dueños de la riqueza, y por tanto
propietarios hegemónicos de las políticas
Por Carlos Victoria (*)
Elecciones no son sinónimo de
democracia. En Colombia, especialmente, es el país donde más se llevan a cabo
estas, incluidas las miles de reinas, virreinas y princesas que mes tras mes se
coronan por doquier. Algo va de la reina de la coca a la virreina miss tanga.
¿Correlato de las viejas monarquías? A lo sumo, los rezagos de la Colonia
perduran en medio de tanto cacique, gamonal y mandamás.
La nuestra es una democracia
simulada, demacrada y por tanto cosmética. Se impone la teatrocracia, como
sostiene la historiadora Sonia Jaimes. Un remedo de lo que debe ser una
democracia al alcance de los ciudadanos, y no propiamente al alcance de los
bolsillos de quienes se benefician de ella. Por eso, elegir y ser elegido, como
signo del invento político, es una partitura que tiene más bemoles que un
agujero negro.
Ante la crisis de identidad y apego
por la representación política, se apela a la imagen como anatema para
exorcizar la desconfianza e indiferencia reinante entre el ciudadano promedio.
Candidatos y candidatas se ofrecen como mercancía junto a marcas de cerveza,
vehículos y desodorantes. Como si la borrachera, la velocidad y el olor, fueran
capaces de atraer votantes incautos. La seducción abarata costos.
La simulación implícita en el
marketing político es la aporía con la que el modelo de representación pretende
gestionar su propia crisis de credibilidad. La ciudad ha vuelto a ser inundada
por mensajes en vallas y afiches en las que la oferta electoral busca
posicionarse tras una cada vez mayor ola de desconfianza, escepticismo e
indiferencia que erosiona irreversiblemente las instituciones.
Hay que simular la democracia a
través de elecciones cuando en realidad los ciudadanos estamos cada vez más
lejanos de tomar partido en las decisiones que nos afectan. El
reciente informe de Oxfam corrobora que el Estado, en países como el
nuestro, ha sido “secuestrado” por los dueños de la riqueza, y por tanto
propietarios hegemónicos de las políticas. Es en estas esferas del poder donde
el ciudadano es reemplazado. Es victimizado, a través de partidos y candidatos
–además – que así lo consienten.
Entre promesa, esperanza y
desencanto se teje un odio más sórdido hacia la democracia
representativa, tal como sostiene Rosanvallon (2011), para quien la soberanía
popular, viejo eco de la revolución francesa, ha quedado reducida a la
hegemonía de los poderes fácticos frente a los contrapoderes informales que de
vez en cuando se hacen sentir a través de la protesta social. Entretanto,
desconfianza democrática como estructural se consolidan. Este es el vivero de
la indignación que jamás el marketing podrá espantar.
(*) Catedrático universitario,
periodista.
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