Por Luis Alfonso Mena S.
La reciente ola de actuaciones criminales de la
Policía contra el pueblo colombiano retrata la descomposición del régimen corrompido
en el poder.
El asesinato del abogado Javier Ordóñez, en la
madrugada del miércoles 9 de septiembre, y la brutal represión contra la
protesta ciudadana que repudiaba el crimen, así lo demuestran.
En la represión, la Policía masacró a siete jóvenes en
Bogotá y a tres en la vecina Soacha, y dejó centenares de heridos y detenidos.
El oleaje represivo se trasladó a Cali, Popayán,
Medellín, Barranquilla, Pereira, Tunja y muchas otras ciudades en las que este
jueves 10 de septiembre miles de jóvenes y trabajadores salieron a las calles. Allí,
más heridos, más detenidos.
La Policía se dedicó a actuar como una fuerza del miedo
en los barrios populares de Bogotá, acrecentando el odio que su brutalidad ha
sembrado, desde mucho tiempo atrás, en la población.
La ira es solo la reacción de la gente sometida durante
años por la violencia de una Policía formada a imagen y semejanza de las policías
de sus amos de la Casa Blanca.
El modo como fue torturado y asesinado Javier Ordóñez
es fiel copia de la forma infame como gendarmes gringos mataron a George Floyd
hace poco.
La Policía colombiana recoge lo peor de la historia de
las Fuerzas Armadas al servicio de las oscuras élites godas de la época de La
Violencia, encargadas de sembrar el terror arropadas de chulavita y pájaros.
Su escuela es anacrónica, inmersa aún en doctrinas de
la Guerra Fría y del enemigo interno (la ciudadanía, a la que se supone,
debería proteger).
Como fuerzas de ocupación
La gente en los barrios percibe y padece a la Policía,
y también al Ejército, como fuerzas de ocupación, pletóricas de arbitrariedad y
violación de elementales derechos ciudadanos.
Así que los llamados plagados de cinismo hechos por
Iván Duque y su ministro de guerra, en el sentido de respaldar a la Policía,
sin mencionar la matanza, lo único que ha generado es repudio.
En realidad, la Policía colombiana, así como el
Ejército, son una cueva de impunidad: esa es la cortina de fondo de sus
crímenes.
¿Por qué? Sencillamente porque ella, y él, hacen parte
del aparato coercitivo del Estado bicéfalo colombiano, burgués-terrateniente,
obedece y protege sus intereses de clase.
Así de sencillo. Por eso, sus integrantes humillan y
torturan a la población: actúan como fuerza de ocupación, como les ha ensañado
la escuela gringa.
Hay una sistematicidad en su comportamiento. No se
trata de “manzanas podridas” ni de “casos aislados”. Se trata de políticas de
Estado.
Los manuales del Pentágono los han amaestrado en
actuar con desprecio por los derechos de los ciudadanos, en defensa del sistema
capitalista y de sus diferentes formas de gobierno y regímenes de turno.
Todo está orientado a conservar y proteger el
establecimiento, el statu quo, la base o estructura económica: el poder
de la oligarquía colombiana.
Por eso, esa Policía no atiende a la población, la
maltrata hasta el asesinato, como ha quedado demostrado, en miles y miles de
denuncias y documentos.
Y para ello cuenta con la complicidad, el silencio y
la manipulación de los medios de comunicación de las élites, que también hacen
parte, como el aparato represivo y el aparato judicial, de la superestructura ideológica
del Estado.
Teléfonos contra crimen y mordaza
Solo que ahora la gente cuenta con un adminículo que
ayuda a enfrentar las mentiras oficial y mediática: el teléfono móvil.
El celular se ha convertido en una importante herramienta
para documentar y dejar constancias irrefutables de los abusos y de los
crímenes.
La persistencia de la arbitrariedad tiene agotada a la
gente que, aún a riesgo de su propia vida, resiste y reta a los represores con
su medio electrónico en la mano.
A él le teme ahora esa fuerza de ocupación policial, dotada
de armas de choques eléctricos para torturar y de armas de fuego para matar.
El celular se ha constituido en el gran aliado de los
reprimidos ante el silencio cobarde de los medios del sistema.
Es muy probable que sin esa herramienta en manos de un
hombre valiente que grabó todo el episodio de la tortura a la que fue sometido
Javier Ordóñez, este crimen hubiera pasado inadvertido.
Igual ocurrió con el caso de George Floyd en Minneapolis.
Y de ahí la ira del ministro de guerra de Colombia, quien, muy al estilo
uribista, ya anunció espionaje y persecución contra quienes usan las redes para
la denuncia.
La vieja respuesta de echarle la culpa al mensajero.
Un paso más del régimen hacia el fascismo, del que el gobierno Duque y sus funcionarios
vienen dando tantas muestras.
Al deterioro de las condiciones de vida de la
población, sumida en el desempleo acrecentado por el pésimo manejo de la
pandemia por parte del gobierno, se suma ahora la espada de la violencia
oficial.
Pero esa espada seguramente no pondrá detener la protesta
social, que se avecina a casi un año de la histórica jornada del 21 de
noviembre de 2019 y llevará a las calles a la gente, así tenga que desafiar el
terrorismo de Estado.
“¿La Policía nos protege? No. Nosotros tenemos que
protegernos de la Policía. Son unos asesinos”, decía en la mañana del 10 de
septiembre una madre cabeza de hogar, con toda su familia desempleada, sin
ayuda estatal y con un hijo enfermo de por vida.
Otro hijo suyo, de 23 años, que le ayuda en la brega por la sobrevivencia, se debate ahora en un hospital luchando por su vida,
luego de ser herido por la Policía que, a sangre y fuego, reprimió la protesta en
los barrios populares de Bogotá.
Miles y miles de ciudadanos en Colombia piensan como
ella.
Cali, viernes 11 de septiembre de 2020.
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