Las altas cifras de abstención presentadas en los pasados comicios demuestran la poca credibilidad que una gran parte del pueblo colombiano en su sistema político. |
Virtud pública vs eficacia electoral,
dilema ante la degradación de
la política
En el libro ¿Lo que el viento se llevó? Los partidos
políticos y la democracia en Colombia (1958-2002), Francisco Gutiérrez
Sanín estudia las respuestas políticas que los barones del oficialismo liberal
(fuerza predominante en la etapa pos Frente Nacional) recibieron de otras
facciones que se propusieron depurar el ejerció de la política en la conflictiva
década de los años 80. Según Gutiérrez, fueron sectores “progresistas” del
conservatismo y el galanismo los que lo intentaron, sin éxito. ¿Por qué? El
autor sitúa la respuesta en el dilema de la virtud pública frente a la eficacia
electoral, disyuntiva de la cual resulta vencedora la última. De todas formas,
identifica a Galán como el propulsor del intento de “volver a meter la
democracia dentro de la legalidad”. Llama la atención que Gutiérrez otorga poca
importancia al papel jugado por la izquierda, que a la sazón era masacrada por
la alianza de fuerzas del narcotráfico, la ultraderecha y el Estado. En su
pugna intrabipartidista, liberales y conservadores luchaban por parecer
modernizantes y reformadores, moralizantes y pacificadores. Reseña crítica.
Por
Luis Alfonso Mena S. (*)
La de los años 80 fue
una década de enorme crudeza en la historia política colombiana, pues en ella
se escenificó la etapa que hemos dado en llamar del narcoterrorismo, uno de los
fenómenos más devastadores de la prolongada violencia que registra el país
desde 1946 y que dio al traste, entre otros hechos de enorme connotación, con
el ascenso de uno de los líderes liberales más carismáticos y de mayor
proyección dentro del establecimiento burgués: Luis Carlos Galán Sarmiento,
asesinado por el Cartel de Medellín.
El magnicidio de Galán
fue sólo uno, tal vez el de mayor repercusión y estudio, de los múltiples
acontecimientos de la época, que marcó la que podríamos calificar como
efervescencia de los carteles del narcotráfico, cuya presencia se hizo no sólo
visible sino determinante en el devenir político del país. No hay que olvidar
que es en este período cuando ocurre el genocidio de la militancia de la Unión
Patriótica, protagonizado por una alianza de narcotraficantes y agentes del Estado
que, confluyendo en posiciones de extrema derecha, crearon una conjunción
impúdica con la que se creyó matar dos pájaros de un solo tiro: de un lado,
sacar de circulación a un movimiento incómodo para las élites, como era la UP,
surgido de acercamientos de paz entre las Farc y el gobierno de Belisario
Betancur (sellados en los Acuerdos de La Uribe, en 1984), y del otro, generar
un estado de zozobra y terror que impidiera la aprobación o puesta en práctica
de medidas contra el narcotráfico, principalmente la de la extradición hacia
Estados Unidos.
Una de las primeras
víctimas de la oleada de sangre que desató el narcotráfico desde su ala más
violenta, la del Cartel de Medellín aliado con la banda cundinamarquesa de
Gonzalo Rodríguez Gacha, ‘El Mexicano’, fue precisamente el candidato
presidencial de la UP en 1986, Jaime Pardo Leal, asesinado en 1987. Pero ya el
carro de la muerte había empezado a rodar desde el 30 de abril de 1984, cuando
mataron al ministro de Justicia de Betancur, el galanista Rodrigo Lara Bonilla,
víctima de una atroz retaliación de la mafia.
Luego vinieron miles de
asesinatos de dirigentes, parlamentarios, militantes o simplemente
simpatizantes de la UP y, de manera paralela, los de centenares de funcionarios
judiciales, gubernamentales y de personalidades de diferentes vertientes que,
de una u otra forma, hacían frente a las ínfulas del narcotráfico y buscaban
cortar los circuitos de sus tentáculos. Así se materializaba la táctica del
foco unificado desde el cual se abría fuego hacia dos flancos: contra la
izquierda que desarrollaba un ejercicio novedoso de oposición política legal
con la participación de actores procedentes de la guerrilla (la UP) y contra
quienes se enfrentaban desde el Estado a las mafias.
Antes de esta ofensiva
del narcoterrorismo y de la ultraderecha del establecimiento, prolegómeno de lo
que después, en la década de los 90, identificaríamos como el paramilitarismo,
ya Colombia había sido escenario de otro acontecimiento erigido en hito de la
guerra interna, a mediados de la década que nos ocupa: la toma a sangre y fuego
por parte del Ejército Nacional del Palacio de Justicia para repeler la
ocupación que el 6 y 7 de noviembre de 1985 protagonizó un comando del
Movimiento 19 de Abril, M-19. La retoma, como se la ha denominado
históricamente, configuró una verdadera hecatombe humanitaria que aún hoy tiene
repercusiones con el sometimiento a juicio de varios de los protagonistas,
acusados de torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales. Lo que
ocurrió entre esos dos días nefandos fue un verdadero golpe de estado, cuando
el presidente Belisario Betancur perdió toda capacidad de decisión, la misma
que fue ejecutada por los altos mandos militares de la época.
Grosso modo, el
anterior es el contexto histórico en el que se ubica el objeto de estudio del
libro ¿Lo que el viento se llevó? Los
partidos políticos y la democracia en Colombia (1958-2002, de manera
especial su capítulo 5, el de nuestro interés para esta reseña.
Aunque Gutiérrez Sanín
sólo tiene en cuenta este contexto de manera tangencial, es importante su
dibujo como marco referencial, sobre todo en lo atinente a los nexos que luego
se detectarían entre los barones electorales del liberalismo y jefes,
representantes o voceros de los carteles, especialmente los del ala que
desarrollaba la estrategia de la cooptación económica mediante la corrupción
como procedimiento preferencial: el cartel de Cali.
La época de oro de los “rojos”
Uno de los problemas
centrales del capítulo es dilucidar el porqué la década de los 80 constituyó la
que Gutiérrez denomina época de oro del Partido Liberal, en su vertiente
oficial. De acuerdo con el autor, no basta con tener en cuenta la corrupción
política para explicar el fenómeno. Va más allá de ella y toca el hecho de que
una vez desaparecido el Frente Nacional y con él las talanqueras derivadas de
la alternación en el poder, la población se develó mucho más liberal que
conservadora. En el fondo de esa decisión, dirá más adelante, estaba lo que
luego les costaría mucho trabajo a los conservadores desvirtuar: la percepción
y el convencimiento de que La Violencia fue desatada por el conservatismo.
Para sustentar su
concepto de la época de oro del liberalismo, Gutiérrez recuerda que, a pesar de
haber perdido la Presidencia del 82 con Betancur, el liberalismo venció en tres
elecciones seguidas (1986, con Virgilio Barco; 1990, con César Gaviria, y 1994,
con Ernesto Samper), al tiempo que en toda la década mantuvo su supremacía en
los que denomina cuerpos colegiados subnacionales (Senado y Cámara de
Representantes), en detrimento del Partido Conservador, del Nuevo Liberalismo y
de la Unión Patriótica.
Una explicación
inmediata la plantea el investigador en términos de dilema: “… lo que
contemplamos en esta década, que precede a la Constitución de 1991, es la
consumación de una brutal ruptura entre el modelo de virtud pública y el de
eficacia electoral”. Ese será su hilo conductor a lo largo del capítulo, en
desarrollo del cual toca por partes a cada uno de los componentes políticos
mencionados, menos a la UP, que, sin justificación a mi modo de ver, deja por
fuera del espectro analítico. La Unión Patriótica “obtuvo resultados aceptables
(…), sobre todo en el nivel subnacional, pero fue masacrada implacablemente en
el curso de unos pocos años”, es lo que se limita a decir sobre este
impresionante fenómeno de decapitación colectiva de un movimiento político de
izquierda contemporáneo. (Gutiérrez Sanín. 2007: 213).
Muy rápidamente también
el autor resuelve el dilema cuando afirma que volverse el elector por
excelencia “en un país que aparentemente se sumía en el pantano de violencias
cruzadas y en permanente ascenso” fue un logro obtenido a un alto costo:
“prescindir de cualquier noción públicamente defendible de virtud” (2007: 212).
Sin embargo, aún
reconociendo que las “élites turbias”, como llama Marco Palacios a las mafias,
penetraron el liberalismo con “dinero, bandidos (y) el prestigio que puede dar
el enriquecimiento repentino”, Gutiérrez sostiene que explicar el fenómeno
sigue siendo difícil. El costo político del involucramiento con actores
ilegales fue enorme para el oficialismo liberal, y para otros partidos o
fracciones de ellos (el conservatismo no fue precisamente un claustro de
novicios a la hora de relacionarse con capos, aunque posiblemente en menor
cantidad) que hicieron lo mismo.
La corrupción política,
el clientelismo y los nexos con ilegales en los partidos tradicionales,
principalmente en el liberal, generó censura de la opinión pública y el
desgaste de la dirigencia de la colectividad “roja”, todo lo cual derivó en
indignación de la que medios de comunicación hicieron eco. Ese clamor procuró
ser recogido, según Gutiérrez, no por las fuerzas alternativas, sino desde
dentro de los dos partidos tradicionales: de un lado, por la disidencia
liberal, el galanismo, y del otro, por movimientos conservadores. De ahí que
Gutiérrez se formule dos preguntas fundamentales: ¿Por qué no todos los
miembros de los partidos tradicionales imitaron las prácticas de los barones electorales?
Y ¿por qué, a pesar de no aceptarlas, alcanzaron “un cierto nivel de éxito?”
Estos dos cuestionamientos son ejes del capítulo estrechamente ligados al
problema expuesto antes: qué explica la denominada época de oro del liberalismo
en la década de los años 80.
Y de nuevo la respuesta
es inmediata: porque “la política oficialista produjo las condiciones para que
se generara una amplia oposición a ella”, en primer lugar, y, luego, porque
“esa oposición se formuló en términos de un modelo predominante de virtud que
seguía las consignas de modernización y moralización” [2007: 215]. Una parte
del dilema, el de la virtud moral, acompañado ahora con el concepto de
modernización, del que el galanismo se abanderará.
Pero a renglón seguido,
la contradicción: si bien eso ocurrió, las fuerzas de la “modernización” y la
“moralización” (galanistas y fracciones conservadoras), según Gutiérrez, no
pudieron vencer a las del oficialismo liberal clientelar e infiltrado por la
corrupción y las mafias. Al tiempo que las fuerzas tradicionales del
liberalismo abrieron la posibilidad de una amplia oposición, las corrientes
contrarias eran limitadas y ello impidió que hubieran ocupado el lugar
preeminente en la política colombiana que mantuvieron los oficialistas hasta mediados
de los 90. Gutiérrez sostiene que si ocurre lo contrario, se habría presentado
“un típico proceso de alternación que hubiera ido limando las asperezas,
consolidando, no debilitando, el sistema de partidos vigente hasta 1991” [2007:
215].
Barones políticos y barones mafiosos
En su análisis
sectorial, y para seguir por el hilo conductor del dilema ético: moral pública
versus eficacia electoral, Gutiérrez otorga una gran importancia al auge del
narcotráfico como parte del “sistema de gobernabilidad internacional” al que
Colombia no era ajena y del que, por el contrario, hacía parte sustancial. Y lo
admite para insistir en su tesis de la eficacia del liberalismo oficialista
derivada de la influencia de ese fenómeno en la colectividad “roja”. De manera
clara lo sintetiza: “Como fuere, varios de los barones emblemáticos del período
estaban ligados a la lógica del narco o, por lo menos, de la ilegalidad y
pertenecían a coaliciones regionales antisubversivas que hacían de ellos
‘halcones naturales’ en el conflicto interno” [2007: 220].
Ingresa aquí, de la
mano de la incidencia del narcotráfico, el actor antisubversivo, que quedaría
en evidencia en regiones liberales como Puerto Boyacá, Cimitarra y otras del
centro y el oriente del país, en las que se develaría en los 80 la existencia
de jefes liberales que al mismo tiempo encabezaban empresas paramilitares.
Varios de los jefes paramilitares descubiertos a posteriori fueron dirigentes
liberales en Caldas o en la misma zona de Puerto Boyacá. No de manera gratuita
se le llamó a este municipio en tono altanero y ostentoso “la capital
antisubversiva de Colombia”.
Sin embargo, Gutiérrez
no profundiza en este capítulo en el fenómeno de la que podría definirse como
la ecuación narcotráfico + liberalismo = paramilitarismo en zonas muy
focalizadas de Colombia. Para no ir muy lejos, Córdoba, uno de los principales
fortines del liberalismo oficialista hasta avanzado el gobierno de Álvaro
Uribe, develó fuertes nexos de esa índole.
Gutiérrez esboza un
fenómeno clave luego del Frente Nacional, muy ligado con las políticas
estadounidenses del programa Alianza para el Progreso, y es que una vez
desaparecidos los dos, quedó en la colectividad la resaca de la política al
detal, en la que el oficialismo era experto, pues muchos de sus caciques y
jefes regionales habían estado inscritos en la escuela del manzanillismo
turbayista. Pero una vez desmontada la alternación automática, obligada, del
Frente Nacional, esa política necesitó de puentes de salvación y ellos fueron
tendidos por el narcotráfico que emergía con ínfulas de tornarse en actor
político. Decisión ésta que les costaría a sus capos más dolores de cabeza que
réditos inmediatos. Así que fueron los intermediarios, los jefes liberales,
quienes usufructuaron la inversión narco, los que acrecentaron su electorado e,
incluso, sus chequeras. Más tarde, en la década siguiente, las colillas de
muchas de esas chequeras halladas en las caletas del Cartel de Cali darían al
traste con varias carreras políticas de promisorios procuradores y contralores,
de políticos, empresarios y hasta de periodistas y educadores.
Sin embargo, en la
década que nos ocupa el liberalismo era el rey, a pesar de todo. Y en ello
incidió un hecho histórico: luego de la derrota a manos de Belisario Betancur,
que supo mimetizarse en un pluripartidismo de banderas blancas y que congregó a
figuras disidentes del liberalismo, éste se la jugó con la táctica del trapo
rojo, que hizo flamear ante la que se presentaba como la gran amenaza, la
candidatura de Álvaro Gómez Hurtado, quien nunca, hasta que fue asesinado, en
1995, se pudo zafar del lastre que significaba la memoria de su padre, Laureano
Gómez Castro. Para los liberales de la época, Gómez representaba la amenaza del
retorno de La Violencia (que, entre otras cosas, seguía latente, vestida con
ropajes diferentes a los de los años 40 y 50, pero latente al fin), y esa
percepción generalizada otorgó al liberalismo una de las votaciones más
apabullantes de la historia: 4.214.510 votos, con cerca de 1.700.000 de ventaja
sobre el Partido Conservador.
En medio de esta pugna
entre los componentes del bipartidismo la izquierda obtuvo la que para la época
constituía la mejor actuación electoral de su historia, 350.000 votos, puestos
por Jaime Pardo Leal, el candidato presidencial de la colectividad en pleno
proceso de formación luego de los acuerdos en el gobierno de Betancur, como
hemos dicho antes.
Las tácticas “innovadoras” azules
Para el análisis del
conservatismo, Gutiérrez recurre a tres convenciones de la colectividad
realizadas en la década de los 80, en desarrollo de las cuales una de las
preocupaciones fue la de la unificación de ese partido, fracturado
históricamente entre ospinistas y laureanistas (recordemos que Mariano Ospina
Pérez era el presidente del país en 1948, cuando fue asesinado el caudillo
liberal Jorge Eliécer Gaitán, y que la violencia desatada contra fuerzas
liberales y de izquierda condujo a que el liberalismo no presentara candidato
en 1949, lo cual facilitó la elección de Laureano Gómez). La fractura fue
heredada por quienes se convertirían luego en los dos jefes máximos de la
colectividad: Misael Pastrana Borrero, a quien se le identificaba con el
ospinismo y quien fue elegido presidente en los polémicos comicios del 19 de
abril de 1970, y Álvaro Gómez, sucesor de su padre Laureano e identificado como
el ala de extrema derecha del partido azul.
Las convenciones del 27
de noviembre de 1981, que escogió a Belisario Betancur candidato presidencial;
del 22 de noviembre de 1985, que seleccionó a Álvaro Gómez para la misma
aspiración, y la del 9 de noviembre de 1989, que eligió a Rodrigo Lloreda
Caicedo también en calidad de candidato de la colectividad a la Jefatura el
Estado, tuvieron un eje: las pugnas entre los históricos laureanismo y ospinismo
y los esfuerzos por conciliar posiciones orientadas a amarrar las dos facciones
como única solución para buscar aminorar la ventaja frente al poderoso
adversario “rojo”. Sin embargo, los resultados fueron positivos sólo en el
primer caso, en el de Betancur, por la táctica empleada que hemos calificado de
mimetizada en la bandería pluripartidista.
En las dos elecciones
siguientes el conservatismo fue estruendosamente derrotado. Primero por Barco,
quien venció por 1.626.460 votos a Gómez, y en la del 90, en la que Gómez
desconoció a última hora la escogencia de Lloreda en convención y armó tolda
aparte. Aunque dobló la votación del candidato oficial conservador, que a duras
penas llegó a 735.374 votos, el liberalismo venció con casi tres millones de
sufragios. El M-19 hizo su debut electoral y obtuvo más votos que Lloreda:
754.740, una participación decorosa para el movimiento recién desmovilizado y
reincorporado a la vida civil.
La debacle conservadora
condujo a Gómez Hurtado al convencimiento de que el camino suyo hacia el poder
no estaba dentro del Partido Conservador y creó el Movimiento de Salvación
Nacional, al que arrastró a buena parte de los laureanistas del país y en
representación del cual alcanzó la segunda votación en la elección de delegados
a la Asamblea Nacional Constituyente, que sesionó en Bogotá a partir del 5 de
febrero de 1991. Quedó dirimida así, una vez más, la confrontación con el
ospinismo, pues Misael Pastrana tuvo una participación pobre en las elecciones
mencionadas y luego se retiró de la Constituyente, mientras que Gómez fungió
como copresidente de la misma, al lado de Antonio Navarro, del M-19, y Horacio
Serpa, del Partido Liberal .
De acuerdo con
Gutiérrez, de todas formas el conservatismo también sufrió los embates de los
barones clientelares y corruptos, aunque, según concluye, llegaron una década
tarde respecto del liberalismo. El investigador sitúa su presencia a partir de
experiencias como las de Ciro Ramírez y Carlina Rodríguez, de ejercicios
recientes. “Parecía que con diez años de rezago los barones conservadores se
apoderaban del partido, siguiendo la misma pulsión de apertura social y
regional desideologizante del liberalismo” [2007: 229].
En su pugna
intrabipartidista, situarse como el partido moralizador y modernizador, como
vimos antes, no sólo era una respuesta necesaria, sino una táctica electoral
para aminorar distancias respecto del contendor “rojo”. Pero esas mismas
desventajas obligaban, según Gutiérrez, a ser más audaces y aparecer tan
progresistas y populares o más que el liberalismo.
A propósito de la
táctica y de los prejuicios del conservatismo, el autor cita a Carlos Holguín,
a la sazón senador de la República y líder de una de las tres grandes facciones
azules del Valle del Cauca. “El Partido Conservador tiene dos complejos: de ser
violento y de ser minoría. La política de paz y la apertura democrática (…) son
la oportunidad de curarse de estos complejos. Es por eso que debemos apoyar las
reformas”, dijo Holguín. De ahí las propuestas de innovación en las toldas
azules, la decisión de proponer alianzas suprapartidistas y de tomar el tema de
la paz como bandera nacional [2007: 229].
En efecto, el
conservatismo no sólo inició procesos de paz con las guerrillas durante el
gobierno de Betancur, los cuales finalmente fracasaron (el realizado con el
M-19 tuvo su epílogo más lamentable con la catástrofe de la toma del Palacio de
Justicia, y el pactado con las Farc tuvo un cierre lento y prolongado con la
matanza de más de tres mil miembros de la UP a lo largo de toda la segunda
mitad del decenio). Pero también se le midió al tema de la descentralización,
de suyo ajeno al Partido Conservador, clasificado siempre en el ámbito del
centralismo. Los tiempos cambian y las urgencias electorales también, y por ello
los azules procuraron en el decenio mostrarse abanderados de estas reformas
para aparecer más progresistas que el liberalismo.
Modernizantes
(descentralistas) y pacifistas (inicio de procesos con los alzados en armas)
fueron las dos tácticas arropadas por los conservadores. Pero faltaba la
tercera: mostrarse vinculados con lo social. No es casualidad que en desarrollo
de esa “innovación” la convención conservadora del 1 de agosto de 1986 acogiera
la propuesta de Misael Pastrana de agregar el apelativo social al de
conservador. Desde ese momento y durante sólo un lustro el partido de Caro y
Ospina recibió un sobrenombre que sonaba raro: Partido “Social” Conservador.
Todo valía en aras de aminorar terreno respeto de los “rojos”. Pero el
maquillaje duró poco.
“Meter la democracia en la legalidad”
Según Gutiérrez, “la
fuerza que mejor representó la oposición a la degradación de la política de los
barones fue el Nuevo Liberalismo de Luis Carlos Galán”, por quien profesa una
devoción especial, que quedó plasmada cuando calificó a Galán como un “mártir
de la democracia”, ponderación que, sin embargo, no lo inhibió de llamar la
atención sobre una de las desventajas del líder político: el tipo de movimiento
que encabezó, que sitúa en el plano de la “pantuflocracia”, aludiendo a que su
entorno político más cercano era su propia familia, lo cual le imprimía cierto
tono de nepotismo a la organización.
Gutiérrez pone de
relieve el momento en que surge el galanismo, en pleno auge del turbayismo, y
en tal sentido lo ubica como una respuesta a esta escuela liberal clientelar,
con enormes cuestionamientos éticos y críticas por violación de los derechos
humanos. Es más, conceptúa que el movimiento surge inicialmente con una
tendencia de izquierda que se fue moderando en la medida en que la izquierda
marxista “no hizo eco a sus esfuerzos por moralizar la política” [2007: 234]
Aunque el discurso de
Galán hace énfasis en la modernización, pues surge también en la pugna por
corresponder a los desafíos de una política degradada, el galanismo debe
afrontar el señalamiento de sus adversarios por su procedencia de la vieja casa
llerista (de Carlos Lleras Restrepo, tercer presidente del Frente Nacional,
entre 1966 y 1970) y con quien colaboró en la revista Nueva Frontera. “¿Pertenecía
al pasado, como decían sus adversarios, o al futuro, como proclamaba él? Esa
ambigüedad fue implacablemente explotada por aquellos barones electorales que
denunciaron su supuesto elitismo y antirregionalismo” [207: 235].
Sin embargo, Gutiérrez
caracteriza de entrada a Galán como el gran hacedor del esfuerzo de “volver a
meter la democracia dentro de la legalidad”, tipificación que tiene su respaldo
en la lucha intensa que dio contra las mafias no sólo en la política y el Estado
sino en la sociedad toda. Pero esa brega iba paralela con un proyecto político
que el mismo autor identifica como “un discurso de reforma estructural dentro
del sistema, cuya pieza maestra era la alianza entre clases medias y sectores
populares”, para lo cual estableció un decálogo de reformas que conjugaba
algunos asuntos inmediatos con soluciones generales (“reconstruir el Estado” o
“mejorar las condiciones de vida del pueblo”, por ejemplo) [2007: 236].
A propósito de las
clases medias, Gutiérrez soslaya el surgimiento de otros espacios de expresión
de las mismas, y entre ellas menciona la revista Alternativa, que circuló entre
1974 y 1980, es decir, que tocó los estertores de Pastrana, cubrió todo el
gobierno de Alfonso López Michelsen (1974-1978) y se despidió en los dos
primeros años de Julio César Turbay Ayala (1978-1982). Alternativa confrontó
con energía a Turbay, de manera especial por su política de violación de los
derechos humanos y de connivencia con niveles confesos de corrupción.
En el decálogo que
comentamos se incluía el diálogo con las fuerzas de izquierda y con “los
conservadores progresistas”, al tiempo que “participar en el diálogo mundial de
las fuerzas progresistas”, una insistencia que resulta de interés tener en
cuenta a la hora de las definiciones políticas de la época histórica que le
correspondió vivir al galanismo. En esta escuela se formó un grupo de jóvenes
liberales que posteriormente entró en diáspora, pues César Gaviria no fue el
canal que los unió en torno a los postulados generales del dirigente asesinado
el 19 de agosto de 1989.
Gutiérrez no deja de
señalar los errores de Galán cometidos al ostentar su movimiento el Ministerio
de Justicia durante el gobierno de Belisario Betancur, lo que lo condujo a
hacerse solidario con el Presidente en casos tan graves como el del Palacio de
Justicia, resuelto, como hemos dicho, a sangre y fuego y con la pérdida
momentánea del mando por parte de Betancur. Ello dio pie a sus críticos para
señalar la contradicción del galanismo, que es la misma que se le atribuye al
liberalismo en general: pedía reformas y defendía las libertades públicas por
fuera del gobierno, pero las recortaba cuando estaba adentro del mismo.
El Nuevo Liberalismo
fue también tildado de filofascista, según explica Gutiérrez, por su
procedencia de clase media, acusación a todas luces absurda. La persecución del
narcoterrorismo por su decidida posición contra la presencia de los dineros de
la mafia en los partidos políticos le costó la vida al primer ministro de Justicia,
Lara Bonilla, y un atentado, del que salió ileso en Budapets, Hungría, al
segundo en la misma cartera, Enrique Parejo González, también vocero de Galán
en el gobierno de Betancur. Así que la punga con el narcotráfico se volvió un
asunto de vida o muerte.
Mientras tanto, Galán
diseñaba una estrategia gradualista orientada a integrar diferentes capas de la
población en su proyecto reformista, sin que se resintiera ninguna. Ese
gradualismo procuraba pasar de la democracia restringida a la de las clases
medias y luego a la popular. Según Gutiérrez, esto iba en la tónica de la
modernización y se apoyaba en la experiencia histórica dejada en herencia a
Galán por su mentor político, Carlos Lleras, el modernizador de la estructura
del Estado. En su gobierno, Lleras había creado instancias técnicas
desprovistas, por lo menos aparentemente, de los vicios clientelares de la
repartija bipartidista propia del Frente Nacional. Así nacieron los
departamentos administrativos, los institutos descentralizados y otras entidades
de funcionamiento autónomo.
Volviendo atrás, la
confrontación con las mafias centró el discurso de Galán en el ámbito
fundamentalmente moralizador y se constituyó en un determinante de su proyecto
social y modernizante. Pero al parecer el discurso de Galán llegó tarde a
muchos conglomerados, especialmente urbanos, que a pesar de todo habían acogido
un emblema desprovisto de cualquier rechazo a los dineros mal habidos y se
enrutaban por el camino del dinero fácil, propio de la subcultura del narcotráfico
en ascenso social y político. “Cuando Galán ofrecía al pueblo la posibilidad de
ingresar al pacto social, después de un cuidadoso proceso de educación
ciudadana, cientos y miles de ciudadanos del campo y la ciudad ya habían
encontrado en la economía ilegal y en los canales clientelistas una metodología
para ingresar de manera relativamente exitosa no sólo a la economía de mercado,
sino al régimen político; y de hacerlo aquí y ahora”, sentencia Gutiérrez
[2007: 244].
Y ocurrió entonces lo
más paradójico: en sectores de la sociedad contaminados ya por la economía
ilegal el discurso galanista empezó a sonar como el de un enemigo de las
posibilidades de solución a problemas palpitantes de esos conglomerados
deprimidos de la población, y en consecuencia se le empezó a identificar como
clasista y excluyente. Veamos lo que dice Gutiérrez: “Así, la denuncia moral
que se suponía incluyente –con unas reglas limpias todos pueden ganar— terminó
apareciendo como agresivamente excluyente” [2007: 245].
De esta forma, de
repente, el Nuevo Liberalismo se encontró retratado “como defensor del viejo
orden de la ‘decadente aristocracia bogota’” y del “viejo modo de organización
frentenacionalista de las casas, con su combinación de ideología, familismo y
personalismo” [2007: 246].
Algunas conclusiones
Así, pues, la supuesta
rebelión de los sectores políticos procedentes de los partidos tradicionales,
el galanismo, del liberalismo, y los “progresistas”, del conservatismo, fracasó
en su intento de limpiar la política tradicional, circunstancia en la que pesó
de manera sustancial, en el caso conservador, el lastre histórico que lo
identifica como el partido promotor de la época de La Violencia, legando
nefando del que aún no ha podido desprenderse (a propósito, en la década del
2000 parece que sectores poblacionales amplios en el país lo hubieran olvidado,
pero ese análisis será motivo de otro artículo).
En el caso del
galanismo, como lo expone Gutiérrez, el fracaso devino no sólo de la percepción
que el factor organizativo generó en muchos sectores en el sentido de que se
trataba de un movimiento de “familismo ideológico”, sino, y principalmente, del
hecho de que las tentativas de captar al elector raso chocaban con la
experiencia de los caciques, “curtidos en mil batallas” y capaces de ofrecer
toda clase de “incentivos selectivos”.
A pesar de que quiso
apoyarse en la modernización de los medios de comunicación para saltar las
barreras de las poderosas redes clientelares del Partido Liberal, ello no fue
suficiente y finalmente tuvo que ceder y retornar a la oficialidad del partido,
con los resultados ulteriores conocidos. Y en el manejo del factor
modernizador, hasta la bandera de la descentralización fue usada por las
fuerzas liberales oficialistas, esto es, la arrebataron a los opositores
galanistas y conservadores.
El factor de fracaso
más fuerte, pues, lo atribuye Gutiérrez al influjo de los barones de las drogas
que detectaron un campo expedito en la proclividad a la irregularidad por parte
de otros barones, los electorales, muchos de los cuales pastaban en el Partido
Liberal a la espera de la sal corrompida que los volviera invencibles por la
posibilidad de satisfacer sus clientelas con prebendas y halagos económicos. “…
los barones electorales –y junto con ellos todos los factores de ilegalidad— no
tardaron mucho tiempo en descubrir que podían copar con relativa facilidad los
gobiernos subnacionales, y que eso podría constituirse en una fuente inagotable
tanto de votos como de rentas” [2007: 248].
Gutiérrez explica la derrota
definitiva de los rebeldes al apuntillar que el principal factor de la misma
fue el constatar que aunque hablaban a nombre del país creyendo interpretar un
deseo generalizado de moralizar el ejercicio de la política, la realidad
mostraba otra cosa: sus movimientos eran minoritarios, las mayorías las tenían
los barones electorales.
El estudio de
Gutiérrez, aunque valioso desde el punto de vista de la definición del dilema
ético que propone, otorga una gran importancia a las dinámicas intrabipartidistas
y a sus disidencias, sin tener en cuenta el aporte efectuado a la lucha contra
las prácticas corruptas por las fuerzas alternativas, de izquierda. Es tal vez
uno de los vacíos protuberantes del capítulo, pues despacha a la UP y al M-19 con
alusiones ligeras. En todo caso, la brega moralizadora que Gutiérrez sólo
atribuye en este texto a sectores procedentes de los dos partidos tradicionales
no sólo fue librada por ellos.
Aunque Galán descubrió
al término de su periplo que no podía ganar la Presidencia contra el
oficialismo, el retorno al mismo no garantizó ni perdón ni olvido de las
fuerzas del narcoterrorismo y la ultraderecha, que dieron al traste con su
proyecto político. Lo mismo ocurrió con las otras fuerzas, las ignoradas en
este estudio, por lo menos en este capítulo, que pusieron más de tres mil
muertos, las de la UP y la izquierda en general.
Pero, incluso, otro
actor clave de este proceso, Álvaro Gómez, quien en asuntos de manejo de lo
público se aproximó a Galán desde su óptica azul, también cayó, seis años
después, el 2 de noviembre de 1995, arrollado por el carro de la muerte
piloteado por la extrema derecha colombiana, que ni siquiera perdonó a un
hombre que procedía de una familia ligada a ella, pero cuyo sacrificio necesitaba
para desestabilizar otro gobierno liberal, el de Ernesto Samper, signado por la
preeminencia de caciques y barones paradigmas del fenómeno que Galán no pudo
derrotar.
Así, la eficacia
electoral, mediada por dineros a raudales procedentes de esas fuerzas
heteróclitas (irregulares, extrañas, fuera del orden) de las que habla
Gutiérrez, se impuso en la década de los 80 sobre la virtud pública. Y lo
haría, con mayor arrogancia, pocos años después.
BIBBLIOGRAFÍA
Gutiérrez Sanín,
Francisco. (2007), ¿Lo que el viento se
llevó? Los partidos políticos y la democracia en Colombia (1958-2002), Bogotá,
Grupo Editorial Norma.
Palacios, Marco.
(1995), Entre la legitimidad y
la violencia. Colombia 1875-1994), Bogotá, Grupo
Editorial Norma.
(*) Ensayo escrito para la Maestría en Historia de la Universidad del
Valle en el año 2009.
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