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domingo, 4 de mayo de 2014

EDICIÓN No. 47. Ensayo. Una reflexión sobre el papel de los medios en el conflicto armado y el proceso de paz

Imagen de la marcha cumplida dentro de la Jornada Nacional por la Paz, a su paso por la Calle 26 de Bogotá, el 9 de abril de 2013. (Foto: Luis Alfonso Mena S.).

Deificación de la guerra e información
ideologizada en Colombia

No basta con el reconocimiento dado por la Constitución Política al derecho de expresión, a fundar medios masivos de comunicación, a recibir información veraz y a no ser censurado. El monopolio en la propiedad de los medios, la deificación de la guerra y la ideologización de la información hacen imposible que esos preceptos se puedan materializar y que los espacios de la paz con justicia social se hagan realidad. La democratización de la información y del acceso a su transmisión hace parte sustancial del proceso de diálogo en La Habana y del debate en la sociedad colombiana toda. Los medios alternativos e independientes son claves para la salida del conflicto. No puede haber paz si no hay democratización en el acceso a la información y a la creación de medios masivos de comunicación alternativa.

Por Luis Alfonso Mena S. (*)

No hay que llamarse a engaños: los medios de comunicación son, en sus líneas estratégicas, extensiones de los centros de poder en que operan, y actúan en consecuencia, con las excepciones que confirman la regla.

Partiendo de esta realidad, es necesario plantear que, sin embargo, ellos deben responder a unas obligaciones de responsabilidad social y de veracidad, al estar inmersos en conglomerados humanos diversos, plurales que, al menos en teoría, hacen parte de un sistema “democrático”.

Ello es así porque buscan, por lo menos, un doble fin: incidir en la conciencia y en las decisiones de los miembros de las comunidades y satisfacer un afán de lucro que se funda en el mayor o menor grado de llegada de sus mensajes a esos conglomerados, dos objetivos que redundan en un propósito supremo: el mantenimiento del statu quo.


Así que no es un favor sino una obligación de los medios cumplir con las dos normas éticas generales mencionadas, que, además, en el contexto de la juridicidad colombiana, se hallan preceptuados también como normas constitucionales en el artículo 20 de la Carta Política colombiana.

Dice el mencionado artículo: “Se garantiza a toda persona la libertad de expresar y difundir su pensamiento y opiniones, la de informar y recibir información veraz e imparcial, y la de fundar medios masivos de comunicación.
Éstos son libres y tienen responsabilidad social. Se garantiza el derecho a la rectificación en condiciones de equidad. No habrá censura”.

Con base en la norma, la veracidad, es decir, la búsqueda honesta y transparente de la verdad, debería ser el norte de los medios masivos de comunicación.

Y la responsabilidad social, es decir, la ecuanimidad, el rechazo a las diversas formas de discriminación, a la desproporción informativa y a la propaganda de la guerra y la violencia, su cauce permanente.

Empero, la formulación retórica difícilmente ha ido de la mano con la realidad, ni en estos preceptos ético-jurídicos, ni  mucho menos en los demás, pues su materialización está en correspondencia directa con la necesaria existencia de un Estado inclusivo y realmente democrático, diferente al imperante.

Los derechos de expresión y de información en gran medida sólo se pueden materializar fundando medios masivos de comunicación, pues de lo contrario, y a pesar del gran avance de las redes electrónicas, estaríamos condenados al soliloquio.

La libertad de expresión y la de información requieren, para su realización en la sociedad, de los instrumentos fácticos que permitan su reproducción en gran escala, y esos instrumentos se encuentran en poder de monopolios privados.

Ellos determinan los enfoques, dictan contenidos y definen la magnitud del despliegue de los mensajes, en concordancia con sus intereses económicos y políticos.

Lo anterior conduce, como resultante, a que el derecho de fundar medios masivos de comunicación sea huero, pues el Estado, supuesto rector de los asociados, legisla para el monopolio.

Históricamente los medios de comunicación colombianos han sido extensiones de las facciones y fracciones de los dos partidos tradicionales, de acuerdo con lo analizado por Gabriel Fonnegra, en su texto La prensa en Colombia. ¿Cómo informa? ¿De quién es? ¿A quién le sirve?, y han desarrollado los dos fines que hemos resumido con uno que él resume como la historia de la censura.

Así, pues, la presentación teóricamente democrática del artículo medular del derecho de información consagrado en la Carta Magna colombiana deviene sin sustancia por la imposibilidad de ser desarrollado por la inmensa mayoría de la población.

Los costos multimillonarios de la producción de medios escritos, radiales y televisivos de carácter masivo hacen inocuo el precepto formal, y la concentración de los mismos en élites hegemónicas cierra las posibilidades de acceso.

Este marco general es el que prevalece en materia de información en Colombia y determina la cobertura de la vida política, social y militar del país: los medios de comunicación no son escenarios neutrales ni objetivos, pues obedecen a unos patrones económicos específicos.

Ellos hacen parte de la superestructura de la sociedad, determinada por la base económica, y se sitúan en lo que el filósofo francés Luis Althusser definió, en su obra Ideología y aparatos ideológicos del Estado, como factores encargados de la reproducción de las ideas dominantes, al lado de otros estamentos como los órganos legislativos, la Iglesia y los sistemas educativo y jurídico.


Del Frente Nacional a la Unión Patriótica
Como se deduce del estudio realizado por César Augusto Ayala Diago en Exclusión, discriminación y abuso de poder en El Tiempo del Frente Nacional, los medios han sido históricamente una herramienta de primer orden para el mantenimiento del mando y, además, para dirimir las diferencias entre los partidos de las élites que comparten el poder.

Pero una vez resueltas esas diferencias, la defensa del Establecimiento vuelve a ser el propósito esencial, como ha ocurrido en la contemporaneidad, luego de los enfrentamientos que los medios conservadores tuvieron con los liberales en la época de la Violencia.

La confrontación bipartidista dio paso al pacto en las alturas y a la distribución del gobierno con proporcionalidades burocráticas inauditas, refrendadas en el Frente Nacional, un acuerdo que pretendió acabar con la violencia entre los bandos de ese Establecimiento, pero que finalmente generó, precisamente, nuevas formas de exclusión, discriminación y abuso del poder.

Nacieron entonces, en el período del Frente Nacional, las organizaciones guerrilleras revolucionarias marxistas (Farc, EPL), guevarista (ELN) y nacionalista (M-19) entre otras más, precisamente como respuesta, en gran medida, al pacto interburgués.

Disminuyó de manera ostensible el enfrentamiento entre los medios de las élites conservadoras y liberales (en los años 60 y 70 del Siglo XX), pues ellos se pusieron al servicio de la necesidad del momento: garantizar el cumplimiento de la rotación en el Gobierno de los dos partidos tradicionales durante 16 años, sin ningún obstáculo.

Por eso, como lo estudia Ayala Diago, el periódico El Tiempo dirigió sus baterías a la destrucción de las tercerías que en la época se atravesaban al cumplimiento del pacto frentenacionalista, desde el rojaspinillismo hasta la izquierda.

Paralelamente, centraba el fuego en las insurgencias guerrilleras, a las que mostraba como extensiones de poderes internacionales en el marco de la Guerra Fría y procuraba despojar de sus orígenes sociales campesinos para reducirlas a grupos marginales que obedecían a intereses foráneos, a centros de poder asentados en la Unión Soviética, la República Popular China y Cuba.

A lo largo de los diversos procesos de diálogo desarrollados por la insurgencia con sucesivos gobiernos, en las décadas de los años 80 y 90 del Siglo XX, el comportamiento de los grandes medios se caracterizó por un afán de competencia intermediática que aparentaba un interés genuino en la noticia de la paz, pero que pronto se desvanecía ante las eventualidades que negociaciones complejas suelen traer consigo, y contribuía a su deterioro.

El doble discurso identificó el comportamiento de la prensa de élite durante la primera etapa de la Unión Patriótica, UP, desde mediados de los años 80, cuando ésta nació como parte de los acuerdos de paz entre el Estado y las Farc-EP.

En la época, así como se desplegaba con profusión información sobre el desarrollo de este proceso, se caía en explicaciones facilistas que justificaban los crímenes y monstruosas masacres cometidos contra los líderes y militantes de la UP.

Los medios en sus diversas modalidades manejaron la matriz según la cual los ataques a la UP fueron, fundamentalmente, consecuencia de la estrategia de combinación de las formas de lucha en la que supuestamente estaban involucrados sus dirigentes y, además, tenían que ver con “ajustes” de cuentas con la guerrilla.

Esta matriz mediática, que tuvo como uno de sus más acérrimos difusores a Francisco Santos Calderón, ex jefe de Redacción de El Tiempo y ex vicepresidente en el gobierno de Álvaro Uribe, constituye el hilo conductor de textos como el del periodista Steven Dudley (Armas y urnas. Historia de un genocidio político), quien, recogiendo las opiniones en tal sentido vertidas en múltiples medios colombianos, traza un recorrido afín.

De esta forma, se exoneraba de las mayores responsabilidades a los actores estatales de la violencia, pues durante el largo periodo de la guerra genocida contra la UP los medios se abstenían de mirar hacia destacamentos y oficiales de las Fuerzas Militares y de la Policía Nacional que participaron, de manera directa o en connivencia con paramilitares y narcotraficantes, en esa ofensiva.
Como lo recuerda el periodista Roberto Romero Ospina en su libro Unión Patriótica, expedientes contra el olvido, ya en marzo de 1985 el periódico El Tiempo arreciaba sus ataques contra el proceso de paz y el creciente fortalecimiento de la insurgencia, y culpaba de ello a Belisario Betancur, con quien las Farc-EP habían firmado el Acuerdo de La Uribe, en 1984.



La benevolencia con el paramilitarismo
En los años 90 del Siglo XX y en la década del 2000 el enfoque de los medios no varió en lo fundamental y, por el contrario, su participación resultó clave para desenlaces como el de la ruptura de las negociaciones entre las Farc-EP y el gobierno de Andrés Pastrana.

Sin duda, el gran estigma tejido tiene un nombre: el Caguán, pues todo el esfuerzo mediático se centró en mostrarlo como paradigma del engaño guerrillero y epicentro de los peores crímenes, una matriz enmarcada dentro del objetivo de la ultraderecha de dar al traste con el proceso de paz en marcha.

Pero tal vez el frenesí mediático tuvo lugar durante los gobiernos de Álvaro Uribe, cuando el discurso del mandatario inundó las redacciones, recibió toda la audiencia de propietarios y directivos, al tiempo que determinó las agendas y los contenidos periodísticos.

Aunque la prensa bogotana estuvo en su inmensa mayoría fungiendo como agente de la campaña contrainsurgente de Uribe, fueron especialmente abyectos y sumisos los medios regionales, que recibieron, además, un trato privilegiado del Presidente, dentro de su estrategia de copar la provincia, que es donde más se siente el conflicto armado.

Los medios de comunicación cumplieron entonces un papel determinante en la construcción y siembra de un discurso hegemónico contra cualquier posibilidad de paz, en la medida en que sirvieron de parlantes multitudinarios del nuevo mando del Establecimiento, representante de los sectores feudales más oscuros vinculados con la parapolítica.

Examen de ese papel mediático fue el rendido el 4 de febrero de 2008, cuando se convocó una movilización nacional contra las Farc-EP, y el 6 de marzo del mismo año, cuando se hizo lo propio contra el paramilitarismo y los crímenes de Estado.

Para la primera fecha, la prensa lanzó una ofensiva sin precedentes, incluso encadenada, que redundó en un cubrimiento inusitado y en un despliegue informativo mayúsculo, con una convocatoria evidente.

En contraste, para la segunda la convocatoria bajó de manera grave y el despliegue informativo no sólo fue mucho menor sino que se trató, sin pudor, de transformar la protesta contra los crímenes del paramilitarismo en una reacción genérica “contra la violencia”, y, por si quedaran dudas de la intencionalidad, de evitar cualquier alusión a las Fuerzas Militares como otro actor partícipe de violación de derechos humanos.

Lo anterior dibujó de cuerpo entero lo que el discurso uribista, convertido en hegemónico por los medios a su servicio, había logrado: no sólo la deslegitimación de la insurgencia como fuerza político-militar (con raíces en las luchas sociales campesinas), sino una especie de perdón colectivo a los jefes paramilitares y a sus crímenes.

La campaña mediática resultó determinante en el anclaje de la creencia perversa según la cual los paramilitares eran un mal menor comparado con la guerrilla, y ello se reflejó, de forma palpable, en la escasa respuesta de la gente el 6 de marzo de 2008.

Ese hecho fue tal no sólo por la poca convocatoria de los medios, sino, además, porque la labor de convencimiento de la matriz señalada ya había logrado su efecto en la conciencia obnubilada de millones de colombianos, sobre quienes se vertió a lo largo de los diez años precedentes el discurso de la guerra sin cuartel al insurgente, del perdón al paramilitar y de la exaltación “heroica” a los militares y demás miembros de las fuerzas de seguridad del Estado.


La deificación de la guerra en el régimen uribista
Así que en Colombia lo que hemos tenido es la construcción de una mentalidad contrainsurgente en la población, necesaria para prolongar la confrontación en la creencia de que los alzados en armas podían ser derrotados fácilmente, aunque para ello fuera necesaria la connivencia con otro de los actores, el paramilitarismo.

Pero, además, los medios funcionales al sistema, esta vez al servicio del régimen bonapartista instaurado por Uribe, contribuyeron en la falta de cuestionamiento a la violación de derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad cometidos por contingentes y altos oficiales de las Fuerzas Armadas de Colombia.

En lo que podríamos denominar la deificación de la guerra, durante el gobierno uribista el país estuvo marcado por el ocultamiento que decretaron los grandes medios de comunicación de los crímenes de Estado, eufemísticamente denominados luego “falsos positivos”.

Uribe se caracterizó en el desarrollo de sus gobiernos por ejercer un régimen autoritario, de mano dura; con una actitud plebiscitaria constante, necesitado de sentirse aplaudido por el auditorio por él previamente convencido, y con una permanente disposición al control de los órganos institucionales que se atravesaran en el ejercicio de esta forma de poder: como se ve, características del bonapartismo.
En la deificación de la guerra, el concepto de falso positivo aparece precisamente porque el régimen político instaurado por el uribismo necesitaba de positivos, es decir, de bajas de guerrilleros para mostrar resultados, en el doble propósito de convencer a la población de la necesidad de seguir en la confrontación con un nuevo mandato y de derrotar a su enemigo jurado.

Con el paso del tiempo, cuando la proliferación de casos no podía encubrirse más, se dio en llamar falsas aquellas bajas que no correspondían a guerrilleros (“los positivos”), sino a toda clase de personas ajenas a la guerra.

Y paralelamente surgió el concepto de “héroe” de la patria, con el cual se ponía en blanco y negro el conflicto: la teoría reduccionista de buenos y malos con base en la cual los medios tomaron partido en un conflicto tan complejo y necesitado de ecuanimidad como el colombiano.

Históricamente la prensa ha estado en la mira de las concepciones militaristas, que no solamente han pretendido copar los medios con fines propagandísticos, sino impedir el ejercicio del periodismo independiente.

En tal caso, los servicios secretos de las diferentes armas han buscado siempre el reclutamiento de periodistas en los medios de comunicación, y los han tenido, hasta el punto del camuflaje de muchos de ellos, ejemplos de lo cual pululan, como el reciente que involucró a un conocido periodista de Caracol Radio.

Los reporteros fletados, al servicio de una de las partes del conflicto, representan una ruptura con los principios éticos de veracidad y responsabilidad social que, como planteamos al inicio de este artículo, deben guiar el ejercicio de cualquier comunicador.

El abordaje del convoy de uno de los contendientes sesga la información, impide la valoración independiente de los hechos y redunda en el suministro de información parcializada.

La gran mayoría de los medios de comunicación colombianos se comportan como cajas de resonancia del Ejército, la Policía y demás fuerzas armadas, a las cuales se les rinde un culto censurador, y a los jefes de turno se les tiene como poderes superiores inobjetables.

Los partes de guerra dados por los batallones o los comunicados de operativos entregados por las oficinas de prensa de la Policía son letra sagrada: son la versión oficial y única, pues prácticamente nunca se contrasta.

Este procedimiento se institucionalizó hasta el punto de que el periodista que lo cuestiona es visto como un factor sospechoso en las salas de redacción, y en muchos momentos objeto de persecución: casos de amenazas y muertes de periodistas no solo se han dado a manos de los actores armados ilegales, sino también de los legales.

Pero, como ocurrió hasta mediados de la década del 2000 con los llamados falsos positivos, estos casos han sido ocultados, refundidos por la glorificación de los integrantes de las fuerzas del Estado, política acrecentada durante el mandato de Álvaro Uribe.

Las denuncias recientes sobre corrupción en las Fuerzas Militares y tráfico de armas de oficiales de éstas con las bandas denominadas Bacrim son sólo la punta del iceberg de un fenómeno interno de conversión de la guerra en un gran negocio, que no aguantó más su ocultamiento y por su protuberancia reventó.


Conservatización del país e ideologización de la información
Así que lo ocurrido con los medios de comunicación y Álvaro Uribe fue un matrimonio que duró incólume durante ocho años y que contribuyó a conservatizar más el país; fue un exitoso maridaje que inoculó en la mayoría de la población la visión de la guerra como única salida, y mucho odio frente a la insurgencia, en tanto que una actitud benevolente ante los otros dos actores del conflicto: paramilitares y Fuerzas Armadas.

Por eso, cuando Juan Manuel Santos propuso un viraje en la visión del conflicto armado, a partir de una óptica más urbana de la política como representante de la alta burguesía que es, ha encontrado resistencia, hasta el punto de la ruptura con quien antes fue su jefe en el Gobierno, Uribe Vélez.

Éste mantiene márgenes de popularidad altos derivados de la forma como logró penetrar en la mente de la población con la ayuda de los medios, que aún hoy lo sostienen como actor de primer plano.

La sociedad conservatizada por obra del binomio Uribe-prensa, y también producto de las equivocaciones de la insurgencia, se refleja en los vaivenes que en la opinión pública experimenta el proceso de diálogo iniciado por el presidente Santos con las Farc-EP en La Habana.

Frente a éste, los grandes medios muestran, como en anteriores procesos, un interés permanente, pero en el fondo existe la intención de atravesarse en cualquier momento, sin valorar la importancia estratégica que un acuerdo tiene para toda la sociedad.

En esa tarea hay múltiples actores en El Tiempo, El Espectador, El País, Caracal Radio, La W, RCN, Caracol Televisión y NTN24, entre muchos otros medios. Voces que vituperan, usan los infundios, maximizan los errores y minimizan los aciertos de los diálogos en La Habana, y no dudarían en aupar la ruptura frente a cualquier desliz, a pesar de que saben que la guerra sigue porque el Gobierno se ha negado sistemáticamente a un cese bilateral del fuego.

Ese comportamiento socarrón, unas veces, y abiertamente mentiroso y manipulador, las otras, también se expresa en la forma cómo se aborda la información correspondiente a las intensas luchas sociales que han tenido lugar en los últimos años en Colombia.

¿Por qué ocurre esto? Creemos que tanto los enfoques dados al proceso de paz como a las luchas y movilizaciones sociales obedecen, en las líneas fundamentales, a una visión de clase de los medios de comunicación, es decir, al cumplimiento de su papel como aparatos ideológicos del Estado, que llegan hasta determinado punto en la apertura de espacios y de ahí no pasan.

Lo anterior es la ideologización de la información, es decir, la postura de un cristal predeterminado para mirar los acontecimientos y calibrar la lente con que se proyectarán los mensajes a la opinión pública: dependiendo de quién impulse y protagonice los hechos, así mismo serán los despliegues y los enfoques, favorables o negativos, amplios o reducidos, visibilizados u ocultados.

Claro ejemplo, entre centenares, fue el tratamiento informativo dado por los medios de comunicación a los paros cafetero (febrero), del Catatumbo (junio-agosto) y agrario nacional (agosto-septiembre) ocurridos en 2013, a sus propuestas, organizadores y movilizaciones.

En el marco de esta política de información ideologizada, los medios cumplen unas fases: 1.) No visibilizar. 2.) Confusión y crítica de los objetivos. 3.) Desvirtuar la movilización como ejercicio democrático, acrecentar los efectos colaterales. 4.) Generación de desprestigio de los actores y los actos. 5.)  Abierta criminalización de la protesta social.

Esas cinco fases de la desinformación fueron nítidamente aplicadas en los casos de estos paros para tratar de desvirtuar la validez de la protesta social, que es una forma de atentar contra el derecho a la paz, en el entendido de que los diálogos en La Habana entre el Gobierno y la insurgencia no competen solo a estos dos actores, sino al conjunto de la sociedad.

La ideologización de la información es todavía más palpable cuando se analizan los comportamientos mediáticos en el cubrimiento de hechos ocurridos en los países guiados por gobiernos de izquierda, progresistas o, en todo caso, no afines a los dogmas del capitalismo, de Estados Unidos y Europa.
Lo hemos palpado claramente en febrero y marzo de 2014: mientras en Colombia las luchas desarrolladas por campesinos y sectores populares en 2013 eran desprestigiadas y las víctimas de las mismas mostradas como producto de “actos terroristas”, los sabotajes violentos de la oposición venezolana contra el Gobierno democráticamente elegido eran presentados en 2014 como “actos pacíficos” de una oposición supuestamente sojuzgada por “un régimen dictatorial”.

Nada más claro para evidencia la ideologización de la información, en el marco de la cual no se ha dudado en hacerse eco de toda clase de mentiras y manipulaciones de la oposición burguesa venezolana con el fin contribuir al cerco mediático internacional de las élites contra la revolución bolivariana, en tanto que en Colombia nada se dijo sobre la responsabilidad de agentes del Estado en el asesinato de 14 personas en los paros de 2013, para no hablar de centenares de detenciones, desapariciones y heridos.

Por todo lo expuesto, entonces, no basta con el reconocimiento teórico otorgado por la Constitución al derecho de información y de opinión, a fundar medios masivos de comunicación, a recibir información veraz y con responsabilidad social y a que no se censure de ninguna forma.

El monopolio de la propiedad de los medios, legislativamente amparado, la deificación de la guerra y la ideologización de la información hacen imposible que esos preceptos del Artículo 20 de la Carta Política se puedan materializar.

Tampoco el contenido en el Artículo 73 del Estatuto Fundamental, complementario del anterior, que reza: “La actividad periodística gozará de protección para garantizar su libertad e independencia profesional”. 

Internet, medios tradicionales y medios alternativos
Aunque en el mundo de hoy la globalización de la información se expresa también a través de internet y esta red obra como otro medio de comunicación, su existencia no es suficiente para la democratización de la comunicación, como se cree.

Ello es así no sólo porque en los países pobres como Colombia el nivel de acceso de la población a la computación y al servicio de internet es aún muy limitado --debido a condiciones socioeconómicas, políticas, culturales y geográficas--, sino porque el manejo y desarrollo de las tecnologías y su distribución están también en poder de monopolios internacionales, su dominio se ha convertido en otro factor de hegemonía de grandes corporaciones.

La comunicación a través de internet, anegada de opinión poco confiable que reemplaza la información veraz, es fácilmente manipulable y está seriamente contaminada, como lo han demostrado los recientes acontecimientos en Siria y Venezuela.

Ella no es ajena a la confrontación, pues la batalla por ganar la conciencia y la opinión de la mayoría también se libra a través de las diversas redes de internautas, que tienen la doble función de informar o desinformar masivamente, de un lado, y de servir de canal de comunicación personalizada, privada, del otro.

En el marco del conflicto colombiano, el reciente caso de espionaje contra el proceso de paz efectuado desde uno de los centros de control cibernético montados por el Ejército de Colombia, y conocido como Andrómeda en Bogotá, no deja duda de que la guerra se libra igualmente, y de qué manera, en las redes.

Aunque la prensa (periódicos y revistas) ha perdido terreno ante la incursión de las redes globales (internet), la radio y la televisión continúan teniendo una gran influencia en la población; es más, los tres medios tradicionales tienen su extensión en las redes virtuales.

Estudios conocidos señalan que el 67% de los colombianos se informa a través de los noticieros de televisión RCN y Caracol, lo cual explica, como hemos visto, el alto grado de estereotipos y propaganda sin documentación fáctica que en relación con el proceso de paz, la insurgencia, las luchas sociales, los movimientos alternativos y los gobiernos progresistas de América Latina ha interiorizado un gran porcentaje de la sociedad en nuestro país.

No puede haber paz si no hay justicia social, pero, tampoco, si no hay democratización en el acceso a la información y a la creación de medios masivos de comunicación alternativos, contrahegemónicos y populares.

La comunicación alternativa, que hasta hoy en Colombia se hace a través de pequeños periódicos, emisoras de radio y canales de televisión comunitarios, lo mismo que de portales de internet, es aquella que visibiliza sujetos y actos ocultados por los medios de las élites, ejerce la contrainformación frente los grandes canales de  la burguesía y procura procesar, a partir de una agenda propia, otra visión de la realidad.

Pero se le ha clasificado como si su razón de existir fuera la marginalidad, consideración no solo equivocada, sino antidemocrática, pues asumirla es aceptar que la comunicación tradicional, basada en antivalores que contradicen precisamente los principios ético-jurídicos expuestos en este artículo, es la única llamada a tener una difusión masiva, una llegada a los más amplios conglomerados.
Se deduce entonces una doble tarea para la sociedad y sus múltiples formas de expresión y organización: al tiempo que no debe cejar en su reclamo a los medios masivos existentes, debe desarrollar mecanismos de unión y, con mucha creatividad, audacia y solvencia ética, promover la conformación y mantenimiento de medios de comunicación de masas propios, comunitarios, solidarios, ciudadanos, populares: alternativos.

Esa tarea, que en nuestro concepto tiene carácter estratégico, debe estar acompañada de una ofensiva legislativa con miras a que el ejercicio del periodismo libre e independiente sea respetado desde el Estado en términos reales, con mecanismos que permitan el funcionamiento de una prensa ciudadana y, además, con la implementación de una ley antimonopolios que frene el nivel de concentración existente hoy en los medios de comunicación.

En los diálogos de La Habana ya se ha asumido el tema, que no puede seguir siendo visto como un asunto sólo de periodistas, pues la información es un derecho humano fundamental y la democratización del acceso a ella, un deber del Estado.

(*) Periodista, abogado, especialista en derecho administrativo, candidato a magister en historia, docente universitario, director del periódico alternativo Paréntesis.

Cali, Colombia, febrero-marzo de 2014.
……


Artículo publicado originalmente en Revista Cuadernos de Paz, Universidad Libre Seccional Cali, Volumen I, Número 1, enero-abril de 2014, presentada en acto cumplido el martes 29 de abril.


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