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martes, 2 de julio de 2013

Crónica. Ante la feroz represión del Gobierno de Santos

Una fuerte imagen que refleja la bestialidad de la fuerza pública, un campesino lucha por salvar su vida debido al disparo de una bala proveniente del Ejército. (Foto: Prensa Rural).



La agonía de un campesino

A Leonel Jácome y Edison Franco, asesinados por fuerzas del Estado en Ocaña.

Por Luz Marina López Espinosa
“No confiéis en los en los medios de comunicación porque te harán amar al opresor y odiar al oprimido” Malcom X

El crimen no fue en Granada como el de Federico, sino en Ocaña. Pero sí a las cinco de la tarde como en su desgarrada elegía “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” cuando no le perdonaba a la vida que a esa hora, sí, a las cinco de la tarde insistía con impotencia, un toro se hubiera llevado a Ignacio en la plaza de Manzanares.

Y fue a las cinco de la tarde, -también a las cinco-, hora en que igual vimos con impotente dolor, la agonía de otros Ignacios, más cercanos en el tiempo, el espacio y en la entraña, a nuestros Leonel Jácome y Edison Franco, pobres y anónimos campesinos del Catatumbo que este sábado 22 de junio de 2013 remontaron el anonimato de sus humildes vidas, cuando los reflectores, no de la gran prensa, no de la gran radio, no de la gran televisión sino los de la Alianza de Medios y Periodistas por la Paz que acompaña la protesta en el Catatumbo, nos trajeron en vivo su agonía, los estertores de una vida que se esfuma.


Y entonces, en todo caso -necios que somos-, fuimos a los medios oficiales de comunicación, adalides autoproclamados de la libertad de prensa, abanderados de la imparcialidad y cuya única religión según reivindican es la verdad por la que, dicen cada día arriesgan sus vidas. Fuimos a los noticieros de televisión de la noche, y nos encontramos con que no habían sido asesinados dos campesinos y heridos doce más -seis de ellos mutilados- por la ferocidad policial y militar colombiana, sino que nos enteramos, de que en enfrentamientos de campesinos con la fuerza pública, habían muerto dos de aquellos y habían resultado heridos otros doce y claro, también había policías heridos. No nos hablaron de metralla y fusiles de los unos, ni de las caucheras y piedras de los otros. Sólo de “enfrentamientos”. Ni de las perforaciones por tiros de fusil en las carnes de los unos, ni de las apenas contusiones y escoriaciones con rústicos elementos de imposible letalidad en los otros.

E incrédulos seguimos viendo el noticiero seguros de que aún no había terminado el informe que nos anonadaba, que tal vez no había arribado a las instalaciones del canal, agitado y sudoroso, el chasqui con el detalle completo, el último parte de los acontecimientos. El que ríe aún no conoce la infausta noticia justificábamos al periodismo con el poeta. Y lo que apareció a continuación fue lo que faltaba, lo imprescindible en los medios de prensa al servicio del poder de todo el mundo, –idénticos ellos-: la santificación de los crímenes con la versión del victimario. Y apareció un general de la policía de nombre Rodolfo Palomino informándonos que en las protestas del Catatumbo, los campesinos estaban atacando a la fuerza pública con artefactos explosivos, y claro, como no eran expertos en esas artes, les estallaban antes de tiempo y había varios que habían perdido los ojos, manos y hasta pies. El cinismo es la única explicación que le acomoda a un crimen dijo un pensador. A continuación todo el noticiero -y sincronizadamente los demás-, hicieron una larguísima y muy dolida elegía por la muerte pacífica en su lecho a avanzada edad, del juglar Leandro Díaz.

El episodio trajo obligadamente a la memoria el recuerdo de un presidente de Colombia cuya significación histórica más determinante fue que bajo su mandato y por orden suya, se capturó a miles de opositores, los cuales fueron religiosamente torturados en cuarteles, tristemente célebres por ello: Las Cuevas del Sacromonte en la Escuela de Comunicaciones del ejército en Facatativá y las caballerizas del Cantón Norte del ejército en Bogotá, entre otras. Ese presidente, Julio César Turbay Ayala, ante los múltiples reclamos de diversos sectores que le amargaron una gira por Europa, muy paladinamente respondió: “En realidad en Colombia el único preso político soy yo”. Y el comandante de las fuerzas militares, general de nombre Fernando Landazábal Reyes, ante los unánimes reclamos de la comunidad internacional y de las mismas autoridades civiles nacionales por la escandalosa evidencia de las torturas, no tuvo recato en argüir que lo que sucedía era que los presos políticos se torturaban ellos mismos, se arrancaban las uñas y demás, con tal de desprestigiar al ejército nacional. El cinismo es la única explicación.

Así que ya lo sabemos: no es la ferocidad y la brutalidad policial y militar la que asesina y mutila a los labriegos que piden con la Ley y la Constitución en la mano, la configuración de una Zona de Reserva Campesina en su territorio para producir con autotomía, seguridad y respeto por sus derechos humanos. Son ellos mismos quienes se hacen eso. Y no son la policía y el ejército, disparando desde helicópteros y usando armas químicas como el gas pimienta en concentración proscritas por los protocolos internacionales, quienes agreden a esos civiles que demandan justicia, sino lo contrario: son el ejército y la policía las víctimas de la brutalidad y la criminalidad campesina. Algunas fotografías dan cuenta inclusive de las armas de los agresores: rústicas caucheras de esas con las que antes los niños mataban pájaros. No en balde dijo Malcom X: “No confiéis en los en los medios de comunicación porque te harán amar al opresor y odiar al oprimido”.

Los sucesos de este mes de junio de 2013 en la región del Catatumbo, departamento de Norte de Santander en el nororiente colombiano, exigen para la comprensión de los extranjeros, un breve repaso de su pasado inmediato. Esta zona fue durante al menos diez años, la más formidable y extensa zona de cultivo de coca y de producción de cocaína en el mundo. Verdadero santuario del narcotráfico, en una región densamente militarizada por el ejército y la policía. Que no combatieron el fenómeno, ni protegieron con sus ingentes medios a la población civil victimizada, ni confrontaron a las bandas armadas a cargo de esa actividad, a pesar de que los campesinos asesinados se contaban por miles, como por miles se contaban los asesinados en mismas calles de la ciudad de Cúcuta, capital de ese departamento.

¿Por qué ocurría lo que acabamos de señalar? Porque ese inmenso territorio era a la manera de un “paraíso fiscal”, del comandante paramilitar Salvatore Mancuso, después extraditado y condenado confeso en los Estados Unidos por narcotráfico. Y la absoluta identidad de causa y propósito entre las fuerzas militares de Colombia y el paramilitarismo, ya no la desconoce el mismo Estado que agenció ese contubernio como piedra angular de una estrategia contrainsurgente. Es más, los principales testigos de cargo en los miles de procesos judiciales y penales que hoy se adelantan contra militares por concierto para delinquir con los paramilitares, son los mismos irregulares beneficiados del concierto. Quienes reclaman y alegan que por qué se les condena a ellos y no a los militares por cuya cuenta actuaban.

Y así, con la perversa coartada de la unidad antisubversiva, el Catatumbo se consideró “territorio liberado de guerrilla” por los paramilitares y con complacencia del poder militar, quienes en reciprocidad hicieron oídos sordos y ojos ciegos a miles de crímenes documentados y reconocidos oficialmente. Por estos hay unas pocas condenas penales y disciplinarias de mandos militares de la región, que aún destituidos, fungen hoy como asesores del comando de las Fuerzas Militares, muestra de la solidaridad y del espíritu de cuerpo con que la institución cobija a los que llama sus “héroes en desgracia”. No hubo entonces protección militar para los campesinos víctimas del terror narcoparamilitar, dándose así el despojo de miles de predios, torturas, desapariciones, violación de mujeres y las corrientes masacres, en los municipios de Tibú, San Calixto, Teorema, El Tarra, San Carlos, Ocaña, Convención y aún Cúcuta.

Pero hoy, cuando esos mismos labriegos largamente victimizados reclaman del Estado garantías para vivir en paz, producir y defenderse de las transnacionales mineras que los quieren desplazar, aspiración que pretenden materializar con el mecanismo de ser reconocidos como Zona de Reserva Campesina, y además no ser prisioneros en su propio suelo por cuenta de la estrategia de “Zona de Consolidación y Rehabilitación”, régimen de despotismo militar creado por el ex presidente Uribe Vélez y su ministro de Defensa Juan Manuel Santos, éste, hoy como presidente envía ejército y policía a reprimirlos a sangre y fuego.

Poco ha cambiado en cien años Colombia, poco su clase dominante. Recordábamos en reciente escrito que cuando la huelga de los obreros bananeros en Ciénaga (Magdalena) contra las tropelías de la United Fruit Company en 1928, el general del ejército Carlos Cortés Vargas comandante de una hoy “Zona de Consolidación y Rehabilitación”, declaró por decreto a los huelguistas cuadrilla de facinerosos. Y abrió fuego contra ellos matando a miles y dejando a otros más heridos.

En este junio de 2013, cuando ante la multitudinaria movilización popular y pacífica de una vasta región de la patria, los voceros de las FARC en las negociaciones de paz de La Habana le piden al gobierno muy en el espíritu de esas conversaciones que atienda el justiciero reclamo del pueblo y no abra fuego contra él, el presidente Santos, Cortés Vargas redivivo, manifiesta pública indignación por la desfachatez y desvergüenza de la petición guerrillera. Y dice claramente ante el mando militar, que ella es la prueba reina por si faltara alguna, de que la movilización del Catatumbo “está infiltrada por la guerrilla”. Palabras estas que en Colombia tienen una inveterada e infalible traducción mil veces acreditada con ríos de sangre popular: cuadrilla de facinerosos.

Y no hubieron de transcurrir horas, para que ejército y policía cumplieran la orden presidencial: dispararon contra los facinerosos.

Sin embargo -resulta esperanzador en la brega por la justicia el que al final, como una plegaria quepa alzar un “sin embargo” -, ese video que nos muestra las arcadas de la muerte de Leonel Jácome y Edison Franco, es un mentís afrentoso al rostro del poder representado en generales, presidentes, gremios y periodistas a su servicio. Esos dos jóvenes campesinos….. y los que faltan, no sabían, no saben que iban a morir cuando alistaron sus trebejos para salir a protestar. Tal vez alegres, tal vez ilusionados con que volverían con una promesa de los doctores de Bogotá, que de alguna manera se les daría la justicia merecida. Pero no; los vimos en vivo y en directo, y este es su triunfo, en sus últimos estertores, la dificultad del corazón y de los pulmones cuando ya la sangre que los alimentaba no corría por las venas sino por la tierra que apenas ayer sembraban. “La tierra que nos verá morir”, titulábamos reciente artículo sobre el mismo asunto, la justeza de las Zonas de Reserva Campesina. Porque esta imagen -salvo claro está para los verdugos que la celebran-, toca con absoluta certeza la conciencia de millones en el mundo, más que cualquier discurso, sobre la causa que levantaban. Y esos millones, es la esperanza, siempre seremos más, y algún día haremos valer la verdad que nos trae en resistencia.

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