Brasil: ¿un nuevo ciclo de luchas populares?
Por Atilio A. Boron
Las grandes
manifestaciones populares de protesta en Brasil demolieron en la práctica una
premisa cultivada por la derecha, y asumida también por diversas formaciones de
izquierda -comenzando por el PT y siguiendo por sus aliados: si se garantizaba
“pan y circo” el pueblo –desorganizado, despolitizado, decepcionado por diez
años de gobierno petista- aceptaría mansamente que la alianza entre las viejas
y las nuevas oligarquías prosiguieran gobernando sin mayores sobresaltos.
La continuidad y
eficacia del programa “Bolsa Familia” aseguraba el pan, y la Copa del Mundo y
su preludio, la Copa Confederación, y luego los Juegos Olímpicos, aportarían el
circo necesario para consolidar la pasividad política de los brasileños. Esta
visión, no sólo equivocada sino profundamente reaccionaria (y casi
siempre racista) quedó hecha añicos en estos días, lo que revela la corta
memoria histórica y el peligroso autismo de la clase dominante y sus
representantes políticos a quienes se les olvidó que el pueblo brasileño supo ser
protagonista de grandes jornadas de lucha y que sus períodos de quietismo y
pasividad alternaron con episodios de súbita movilización que rebasaron los
estrechos marcos oligárquicos de un estado apenas superficialmente democrático.
Basta recordar
las multitudinarias movilizaciones populares que impusieron la elección directa
del presidente a comienzos de los años ochentas; las que precipitaron la
renuncia de Fernando Collor de Melo en 1992 y la ola ascendente de luchas
populares que hicieron posible el triunfo de Lula en el 2002. El quietismo
posterior, fomentado por un gobierno que optó por gobernar con y para los ricos
y poderosos, creo la errónea impresión de que la expansión del consumo de un
amplio estrato del universo popular era suficiente para garantizar
indefinidamente el consenso social. Una pésima sociología se combinó con la
traidora arrogancia de una tecnocracia estatal que al embotar la memoria hizo
que los acontecimientos de esta semana fueran tan sorpresivos como un rayo en
un día de cielos despejados.La sorpresa enmudeció a una dirigencia política de
discurso fácil y efectista, que no podía comprender -y mucho menos contener- el
tsunami político que irrumpía nada menos que en medio de los fastos futboleros
de la Copa Confederación. Fue notable la lentitud de la respuesta
gubernamental, desde las intendencias municipales hasta los gobiernos
estaduales y el propio gobierno federal.
Opinólogos y
analistas adscriptos al gobierno insisten ahora en colocar bajo la lupa estas
manifestaciones, señalando su carácter caótico, su falta de liderazgo, la
ausencia de un proyecto político de recambio. Sería mejor que en lugar de
exaltar las virtudes de un fantasioso “posneoliberalismo” de Brasilia y de
pensar que lo ocurrido tiene que ver con la falta de políticas gubernamentales
hacia un nuevo actor social, la juventud, dirigieran su mirada hacia los
déficits de la gestión gubernativa del PT y sus aliados en un amplio abanico de
temas cruciales para el bienestar de la ciudadanía. Plantear que las protestas
fueron causadas por el aumento de 20 centavos de real en el transporte público
de Sao Paulo es lo mismo que, salvando las distancias, afirmar que la
Revolución Francesa se produjo porque, como es sabido, algunas panaderías de la
zona de la Bastilla habían aumentado en unos pocos centavos el precio del pan.
Confunden estos propagandistas el detonante de la rebelión popular con las
causas profundas que la provocan, que dicen relación con la enorme deuda social
de la democracia brasileña, apenas atenuada en los últimos años del gobierno
Lula. El disparador, el aumento en el precio del boleto del transporte urbano,
tuvo eficacia porque según algunos cálculos para un trabajador que gana apenas
el salario mínimo en Sao Paulo el costo diario de la transportación para
concurrir a su trabajo equivale a poco más de la cuarta parte de sus ingresos.
Pero esto sólo pudo desencadenar la oleada de protestas porque se
combinaba con la pésima situación de los servicios de salud pública; el sesgo
clasista y racista del acceso a la educación; la corrupción gubernamental
(un indicador: la presidenta Dilma Rousseff ha echado a varios ministros por
esta causa), la ferocidad represiva impropia de un estado que se reclama como
democrático y la arrogancia tecnocrática de los gobernantes, en todos sus
niveles, ante las demandas populares que son desoídas sistemáticamente: caso de
la reforma de la previsión social, o de la paralizada Reforma Agraria o los
reclamos de los pueblos originarios ante la construcciones de grandes represas
en la Amazonía. Con estas asignaturas pendientes, hablar de “posneoliberalismo”
revela, en el mejor de los casos, indolencia del espíritu crítico; en el peor,
una deplorable sumisión incondicional al discurso oficial.
A la explosiva
combinación señalada más arriba hay que sumar el creciente abismo que separa al
común de la ciudadanía de la partidocracia gobernante, incesante tejedora de
toda suerte de inescrupulosas alianzas y transformismos, que burlan la voluntad
del electorado sacrificando identidades partidarias y adscripciones
ideológicas. No por casualidad todas las manifestaciones expresaban su repudio
a los partidos políticos. Un indicador del costo fenomenal de esa partidocracia
–que resta recursos al erario público que podrían destinarse a la inversión
social- está dado por lo que en Brasil se denomina el Fondo Partidario, que
financia el mantenimiento de una maquinaria meramente electoralista y que nada
tiene que ver con ese “príncipe colectivo”, sintetizador de la voluntad
nacional-popular del que hablara Antonio Gramsci. Un solo dato será suficiente:
a pesar de que la población exige infructuosamente mayores presupuestos para
mejorar los servicios básicos que hacen a la calidad de la democracia, el
mencionado fondo pasó de distribuir 729.000 reales en 1994 a la friolera de
350.000.000 de reales en el 2012, y está por acrecentarse aún más en el curso
de este año. Esa enorme cifra habla con elocuencia del hiato que separa
representantes de representados: ni los salarios reales ni la inversión
social en salud, educación, vivienda y transporte tuvieron la prodigiosa
progresión experimentada por una casta política completamente apartada de
su pueblo y que no vive para la política sino que vive, y muy bien, de la
política, a costa de su propio pueblo.
¿Eso es todo?
No, hay algo más que provocó la furia ciudadana. El exorbitante costo en
que incurrió Brasilia a cuenta de una absurda “política de prestigio”
encaminada a convertir al Brasil en un “jugador global” en la política
internacional. La Copa del Mundo de la FIFA y los Juegos Olímpicos exigirán
enormes desembolsos que podrían haber sido utilizados más provechosamente en
solucionar añejos problemas que afectan a las clases populares. Hubiera sido
bueno que se recordara que México no sólo organizó una sino dos Copas del Mundo
en 1970 y 1986, y los Juegos Olímpicos de 1968. Ninguno de estos grandes fastos
convirtió a México en un jugador global de la política mundial: pero aún,
sirvieron para ocultar los problemas reales que irrumpirían con fuerza en la
década de los noventas y que perduran hasta el día de hoy. Según la ley
aprobada por el congreso brasileño la Copa del Mundo dispone de un presupuesto
inicial de 13.600 millones de dólares, que seguramente aumentará a medida que
se acerque la inauguración del evento, y se estima que los Juegos Olímpicos
demandarán una cifra aún mayor. Conviene aquí recordar una sentencia de
Adam Smith, cuando decía que “lo que es imprudencia y locura en el manejo de
las finanzas familiares no puede ser responsabilidad y sensatez en el manejo de
las finanzas del reino.” Quien en su hogar no dispone de ingresos suficientes
que garanticen la salud, la educación y una adecuada vivienda para su familia
no puede ser elogiado cuando gasta lo que no tiene en una costosísima fiesta.
La dimensión de
este despropósito queda graficado, como observa con perspicacia el sociólogo y
economista brasileño Carlos Eduardo Martins, cuando compara el costo del
programa “Bolsa Familia”, 20.000 millones de reales, con el que devoran los
intereses de la deuda pública: 240.000 millones de reales. Es decir, que en un
año los tiburones financieros de Brasil y del exterior, niños mimados del
gobierno, reciben como compensación a sus tramposos préstamos el equivalente
doce planes “Bolsa Familia” por año. Según un estudio de la Auditoría Ciudadana
de la Deuda, en el año 2012 el desembolso por concepto de intereses y
amortizaciones de la deuda pública insumió el 47.19 por ciento del presupuesto
nacional; por contraposición, se le dedicó a la salud pública el 3.98 por
ciento, a la educación el 3.18 por ciento y a l transporte el 1.21 por ciento.
Con esto no se quiere disminuir la importancia del programa “Bolsa Familia”
sino de resaltar la escandalosa gravitación de la sangría originada por
una deuda pública-ilegítima hasta la médula- que ha hecho de los banqueros y
especuladores financieros los principales beneficiarios de la democracia
brasileña o, más precisamente, de la plutocracia reinante en el Brasil.
Por eso tiene
razón Martins cuando observa que la dimensión de la crisis exige algo más que
reuniones de gabinete y conversaciones con algunos líderes de los movimientos
sociales organizados. Propone, en cambio, la realización de un plebiscito para
una reforma constitucional que recorte los poderes de la partidocracia y
empodere de verdad a la ciudadanía; o para derogar la ley de auto-amnistía de
la dictadura; o para realizar una auditoría integral sobre la turbia génesis de
la escandalosa deuda pública (como hizo Rafael Correa en el Ecuador). Agrega
también que no basta con decir que el 100 por ciento de los royalties que
origine la explotación del enorme yacimiento petrolero del Pre-Sal serán
dedicados, como lo declaró Rousseff, a la educación, en la medida en que no se
diga cuál será la proporción que el estado captará de las empresas petroleras.
En Venezuela y Ecuador el estado retiene por concepto de royalties entre el 80
y el 85 por ciento de lo producido en boca de pozo. ¿Y en Brasil quién fijará
ese porcentaje? ¿El mercado? ¿Por qué no establecerlo mediante una democrática
consulta popular?
Como puede
colegirse de todo lo anterior, es imposible reducir la causa de la protesta
popular en Brasil a una eclosión juvenil. Es prematuro prever cual será
el futuro de estas manifestaciones, pero de algo estamos seguros. El “¡Que se
vayan todos!” de la Argentina del 2001-2002 no pudo constituirse como una
alternativa de poder, pero por lo menos señaló los límites que ningún gobierno
podría volver a traspasar so pena de ser derrocado por una nueva insurgencia
popular. Más aún, las grandes movilizaciones populares en Bolivia y
Ecuador demostraron que sus flaquezas y su inorganicidad -como las que hoy hay
en Brasil- no le impidieron tumbar a gobernantes que sólo solo lo hacían a
favor de los ricos. Las masas que salieron a la calle en más de cien ciudades
brasileñas pueden tal vez no saber adónde van, pero en su marcha pueden acabar
con un gobierno que claramente eligió ponerse al servicio del capital. Brasilia
haría muy bien en mirar lo ocurrido en los países vecinos y tomar nota de esta
lección que presagia crecientes niveles de ingobernabilidad si persiste en su
alianza con la derecha, con los monopolios, con el agronegocios, con el capital
financiero, con los especuladores que desangran al presupuesto público de
Brasil. La única salida a todo esto es por la izquierda, potenciando no en el
discurso sino con hechos concretos, el protagonismo popular y adoptando
políticas coherentes con el nuevo sistema de alianzas. No sería exagerado
pronosticar que un nuevo ciclo de ascenso de las luchas populares estaría
dando comienzo en el gigante sudamericano. Si así fuera lo más probable sería
una reorientación de la política brasileña, lo cual sería una muy buena noticia
para la causa de la emancipación de Brasil y de toda Nuestra América.
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