Llorando a Lisabdro Largo, el indígena muerto por balas oficiales. |
En el Cauca: lágrimas, pero de sangre
Instalados cómodamente en sus estudios y cabinas de
transmisión en Bogotá, periodistas de las grandes cadenas de radio y televisión
azuzaron en contra de las justas exigencias de los hijos de la Pacha Mama. Las
lágrimas de un suboficial del Ejército se convirtieron al día siguiente en
sangre indígena. Por supuesto que los manipuladores de la opinión no llamaron a
la indignación por el homicidio de Lisandro Largo.
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Por Carlos Victoria (*)
El odio racial
no ha desaparecido de Colombia, por el contrario se ha exacerbado. El
linchamiento mediático de los grandes carteles de comunicación contra la
población indígena del Cauca es vergonzoso y despiadado. No han ahorrado
calificativos para estigmatizar, desprestigiar y hostigar la resistencia
pacífica de los nasa. Todo esto prueba que ni somos una democracia ni mucho
menos, pese a la Constitución, somos una nación pluralista. En este contexto la
suerte de los indígenas resulta peor que la corrida tras la agresión del
invasor europeo hace más de 500 años. Nada ha cambiado. Nuestro país, como dijo
el escritor Guillermo Gonzáles Uribe, se parece más bien a un paraíso, pero convertido en purgatorio.
Al igual que los
afros descendientes, los indios han sido relegados a ocupar una posición
inferior de modo permanente. Esta característica, argumenta Gargarella (1999)
justifica que se defiendan los esfuerzos por mejorar el estatus de los grupos
étnicos. Sin embargo esta deuda de la sociedad no solo no ha sido saldada --para
preservar la paz social-- sino que se
les priva en la práctica de legitimar sus derechos políticos. A cambio son
objeto del prejuicio de los demás, como sujetos del miedo y el odio. Así como
el odio racial no ha desaparecido, tampoco la mentalidad feudal de los
gobernantes. Los indígenas, para estos sectores, han sido un estorbo en sus
pretensiones de implantar la “causa del orden de la prosperidad de la patria y
de la civilización” (Escorcia, 1983), tal como imploraban los conservadores
desde Cali en 1849, a través del periódico El Ariete.
Desde la
perspectiva racista, los indígenas son tratados como estúpidos, inútiles,
ignorantes, atrasados e incultos. Cada vez que ingresan a la escena como
sujetos políticos son inconvenientes, fastidiosos y hasta subversivos. La minga
es tumulto, así como en el Siglo XIX la movilización de los artesanos fue la
“barbarie de los guaches”. El fracaso histórico de los partidos políticos
oligárquicos en nuestros país no ha sido otro que el de declararles la guerra a quienes están
por fuera de sus acuerdos; a quienes disienten y no se dejan cooptar. El legado
colonial está intacto: la enorme desigualdad económica entre grupos y personas
en la distribución de la riqueza material y el capital humano ha derivado en un
poder político excluyente (Meisel Roca, 2010). El carácter cerrado de la
estructura social del Cauca, desde entonces, ha sido un detonante de la
violencia.
Esta vez el propósito no ha sido otro que generar
animadversión hacia los indígenas, desde la manipulación de imágenes y
circunstancias sobre un conflicto absolutamente complejo que no solo requiere
imparcialidad, sino objetividad y profundidad en su tratamiento. Instalados
cómodamente en sus estudios y cabinas de transmisión en Bogotá, periodistas
emblemáticos de las grandes cadenas de radio y televisión azuzaron al pueblo
colombiano en contra de las justas exigencias que, en derecho y conforme a los
tratados internacionales y la propia Constitución, han planteado los hijos de
la Pacha Mama. Ligarlos a grupos alzados en armas, como lo dijo Darío
Arismendi, es ponerles una lápida en el cuello. Sus razones son las mismas que
por siglos se han esgrimido para ejercer control social y político.
La exclusión y
estigmatización que han sufrido por siglos los pueblos originarios es una
constante histórica por parte de las élites de diversidad índole, incluyendo
las intelectuales; cada vez que la voz indígena clama por justicia, respeto y
dignidad es asociada con alevosía como enemiga del orden y las instituciones.
El mismo prejuicio de insurgencia con el que algunos miembros de la Fuerza Pública
han asesinado a colombianos indefensos, mediante los mal llamados falsos
positivos fue aplicado esta vez desde la hostilidad mediática para justificar
lo que ocurriría horas después: la muerte de indígenas en “extrañas y confusas
balaceras”, como titularon la mayoría de noticieros, diarios nacionales y
regionales. Las lágrimas de un suboficial del Ejército se convirtieron al día
siguiente en sangre indígena. Por supuesto que los manipuladores de la opinión
no llamaron a la indignación por el homicidio de Lisandro Largo.
Más allá si los
colombianos toleran o no que los actores armados en contienda deban ocuparse de
la guerra por fuera de los territorios indígenas, conforme al artículo 30 de la
Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas,
promulgado en 2007 y suscrito por el Gobierno colombiano, el daño físico y
moral infligido es el reflejo de las fracturas que hacen insuficiente la idea
de nación como un conjunto de voces e identidades que representan la diversidad
y el disenso. La agresión y vulneración de los derechos ancestrales por todos
los sectores en pugna, incluyendo la soberbia de las empresas de comunicación,
truncan el proyecto de las minorías a vivir en paz, exponiéndolos a ser
víctimas de la violencia institucional.
Entre 2007 y
2009, resultaron asesinados 177 indígenas, de los cuales 21 fueron nasas.
El artículo en
cuestión señala que “No se desarrollarán actividades militares en las tierras o
territorios de los pueblos indígenas, a menos que lo justifique una razón
de interés público pertinente o que se
haya acordado libremente con los pueblos
indígenas interesados, o que éstos lo hayan solicitado. Los Estados celebrarán
consultas eficaces con los pueblos indígenas interesados, por los
procedimientos apropiados y en particular
por medio de sus instituciones representativas, antes de utilizar
sus tierras o territorios para
actividades militares”. ¿Cuántos muertos y heridos más deberán poner los
indígenas del Cauca para hacer respetar este artículo?
El derecho que
tenemos los colombianos a una información objetiva y transparente sobre
diversos aspectos del conflicto social y armado, es vulnerado permanentemente.
El odio mediático y gubernamental contra los indígenas del Cauca, y del resto
del país, por sus posturas frente a la presencia de las fuerzas gubernamentales
y grupos al margen de la ley en sus resguardos y centros poblados no se
compadece, por supuesto, con el nivel de gravedad de los hechos en los que,
desgraciadamente, algunos miembros de estas comunidades han resultado muertos y
heridos en cumplimiento de las órdenes presidenciales de responder con
violencia a las demandas del retiro de los armados a áreas donde el peligro de
las refriegas no resulten riesgosas para la integridad de niños, jóvenes,
mujeres y ancianos.
Para quienes
denuncian que los indígenas son guerrilleros o están infiltrados por éstos hay
que recordarles los datos escalofriantes del informe de Naciones Unidas
“Razones para la esperanza”: En Colombia hay 1.4 millones de indígenas; el
73.65% se concentra en Cauca, Cesar, Córdoba, La Guajira, Nariño, Sucre y
Tolima; el 63% vive bajo la línea de pobreza, el 47.6% bajo la línea de miseria
y el 28.6% mayor de 15 años son analfabetas. Y hay más datos: entre 2002 y
2009, unos 74 mil indígenas fueron desplazados; entre 2007 y 2009, resultaron
asesinados 177. Las etnias más afectadas han sido la awá (60 víctimas) nasa
(21), embera-chamí y zenú (cada una con 5). Ellas concentraron el 87 % nacional
de las víctimas indígenas. El informe concluye que la estrategia del Estado
para proveer seguridad en las zonas rurales sigue gravitando el componente
militar sobre los demás. ”En esas comunidades la desconfianza persiste”. El
choque de estrategias en resguardos y territorios es el común denominador,
mientras se denigra de las formas alternas de lidiar con el conflicto.
No es gratuito
que la ultraderecha se haya despachado en manada contra el derecho que les
asiste a los indígenas a exigir que los dejen vivir en paz. Columnistas como
Mario Fernando Prado, relacionado en el pasado por su presunta colaboración con
grupos al margen de la Ley en el Valle del Cauca, es uno de los voceros
canallas que instigan el odio racial y el linchamiento mediático. Su actitud
neonazi es comparable con la de otros tantos comunicadores que le sirven a la
guerra, en la más espantosa impunidad. Esa mentalidad enferma y depravada está
enraizada en los más oscuros intereses de los detentadores de un poder cada vez
más ilegitimo y decadente, como de hecho los colombianos lo han venido
impugnado a través de distintas acciones.
Una última
aporía: el accionar cruel de la homogeneización partidista, ahora llamada
Unidad Nacional, realizada en el sangriento período de la Violencia
(Betancourt, 2007) es una de las claves que ayuda a explicar porqué los
indígenas experimentan en carne propia el karma de una democracia genocida. El
“temor al pueblo”, señalado por este autor y el “miedo a la democracia”, por
parte de las élites –según Marco Palacios- hacia sectores subalternos de la
sociedad, simplemente da cuenta que los indígenas, en este caso, están por
fuera de la construcción de la Nación diseñada a imagen y semejanza de los
grupos de poder. Lo dijo con toda claridad esta semana el procurador Ordoñez:
“En Colombia no hay partes. El Estado es uno solo”. O mejor aún lo patentizó
Santos en la instalación del Congreso: mientras pedía un aplauso para los
militares, ignoró por completo a los Nasa. La discriminación y el exterminio de
los indios se hacen a nombre de una soberanía inexistente y un orden
institucional quebrantado por la narcorrupción que carcome, ese sí, cualquier
rincón del país.
Pereira, 22 de
julio de 2012
(*) Editor del blog Agenda Ciudadana, candidato a
Magister de Historia.
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